30 nov 2014

AQUÍ YACE EL RUIDO DEL VIENTO


Por la salud de su hija Mireya

He cumplido ya 39 años. ¡Lo que he visto! Mi corazón como una lámpara furiosa, ha ardido en la llama de las más contradictorias emociones. A los 23 años, una bala, no sé si estúpida o providencial, me mutiló la pierna izquierda. Me creí el más infeliz de los mortales. Amaba el baile, la esgrima, la equitación, el correr desatentado por las sabanas, persiguiendo a los toros cimarrones; las excursiones fatigosas por los picachos de la sierra; todos los violentos deportes que afirman la brutalidad masculina. Y verme así, obligado a andar de muletas, o inmóvil en una butaca, ¡cuando la sangre juvenil me impulsaba a las grandes empresas! Pensé seriamente en el suicidio; muchas noches lloré como lloran los hombres: con los puños crispados y el pecho hirviendo en ira.

Después recordé vanidosamente a Tirteo, a Byron, a Verlaine, a todos los magnos cojos de la historia, y me resigné; es decir, me hice cobarde, porque la resignación es una forma de castración moral. Lo que más padecimientos me proporcionó fue el aprender a manejar la pierna artificial. Aquel maldito artefacto me angustiaba, me dolía, me arañaba como una bestia perversa, me ponía en ridículo. Cada paso me costaba una caída. Rodaba por el suelo, golpeándome brutalmente. Resolví echarlo al fuego; pero me avergonzó mi debilidad. El carácter se impuso y dominé a mi verdugo. A poco podía montar a caballo y asomarme, pobre ave de presa fracasada, desde los picachos de la sierra, a las vastas perspectivas.

El gran poeta Rafael Briceño Ortega
Toda mi vida refluyó al interior. No siendo solicitado por el mundo de los fenómenos, me dediqué a bucear introspectivamente y adquirí de la vida un sentido profundo que no había sospechado antes. Mi dificultad de percepción se aguzó hasta lindar con la alucinación. Afiné el análisis y en mi alma repercutieron todos los sones del universo. Me di cuenta de que en mí latía la conciencia cósmica y de que yo no era sino un accidente de la radiante unidad. Hasta aquella época, juzgaba al mundo como una alegre tertulia en que sólo son de rigor el ingenio agudo, el conversar chispeante, la prestancia varonil y, por encima de todo, la cínica despreocupación.
Después aprendí que la vida es algo más que una fiesta cortesana y que existen imprescriptibles normas morales a las que es necesario ajustar el pensamiento y la conducta. Gané también el conocimiento de la solidaridad y a esta sagrada pauta acordé mi espíritu. En el árbol, en el nido, en la flor -formas supremas de la belleza- y en el sapo, en la babosa y en el hombre malo -cifras de la eterna fealdad- admiré la misma expansión creadora y la correlación que une el sordo palpitar de la vida inferior a pujanza del ala, o al desbordamiento del cántico. Cobré ingente compasión por mis semejantes. Cuando los veo afanarse inútilmente, empujados por el odio, el amor, o la ambición, no puedo apartar de mi mente lo frágil de los hilillos que mueven las choquezuelas, gobiernan los brazos y agitan los labios que se entreabren para el beso, la mentira o la blasfemia. Si en un baile, algún pisaverde se me acerca para decirme con grotesca aflicción: ¿“usted debe sufrir mucho al no poder bailar, eh?”, sonrío comprensivamente y pienso en nuestros abuelos los vertebrados inferiores.
En “El Socorrro” Con Pedro Emilio Núñez de Cáceres
Me refugié en las letras, ese consuelo mágico de los que sufren. La afición a las letras es en mí hereditaria. Mi padre fue docto en humanidades. Mi ilustre maestro Luis Churión avivó el fermento ancestral. Pero cuando era fuerte y feliz las amaba indolentemente, cultivándolas con muy poca asiduidad. En cuanto el dolor me hizo hombre, me apasioné por ellas y les pedí que me concedieran fama dilatada. He leído y estudiado mucho; sin embargo, no he producido en relación con mi cultura. Otros, menos preparados que yo, producen en mayor cantidad.

Por esto presumo que mi talento es nulo, o flaco, o que estoy empastelado, como les acontece a los simuladores del talento, de que habla un psiquiatra argentino. Escribo versos con una vena fácil y abundante; la prosa, ese molde del sentimiento varonil, me tortura, me desespera, me escarnece. Jamás he podido vaciar en troqueles adecuados mi pensamiento. Este se me escapa siempre como un geniecillo chocarrero, dejándome el estupor de la impotencia. Gusto de los versos; pero mucho más del cuento y de la novela. Parécenme la última expresión del arte literario, así como la música supera a todas las artes. Pero nunca haré nada de valor como cuentista o novelista. Soy un gran imaginativo, es cierto; más me falta el don de la visión certera y me inclino mucho, sin quererlo, a lo caricaturesco.

Todo lo abulto desmesuradamente y en todo pongo, o una áspera amargura, o una burla desaforada. Infiero que en esto influye la constante tragedia en que he vivido. Se ha dicho que el arte es la vida vista a través de un temperamento. Mis creaciones, si es dable llamar así a esos frutos enclenques, se resienten, lógicamente, de lo sombrío de mi carácter. Me han dado a beber ponzoñas terribles y las devuelvo en un gruñón escepticismo, o en sarcasmos irritantes. Y no soy malo. Por el contrario, tengo una bondad de apóstol. Sólo que me pongo la máscara de monstruo para que me dejen en paz. El hombre es cobarde. No ataca sino a los débiles o a los indefensos. Basta hacer una demostración de fuerza, con un puñetazo bien dirigido, para que nadie nos inquiete. Sé que en las letras no pasaré de un diletantismo inofensivo. No obstante, continúo martillándolas, por arraigada devoción y como un medio de olvidar.
Me he convertido en un burgués rectilíneo. Para serlo perfecto me faltan la grasa estólida y la ganchuda avaricia. Me casé -signo de decadencia- y tengo una chiquilla- vívida comprobación de renacimiento. Al nirvana burgués vamos todos, cuando se nos agota el idealismo imprudente y nos convencemos de que sólo la función nutritiva rige el universo, desde las grandes masas astrales, hasta el pernicioso micrococo que se alimenta de células.
Pronunciando su último discurso
Mi talentoso camarada Trino Celis Ríos dijo en una crónica jovial, que yo pararía en fraile, o en capitán de bandoleros. Ninguna de las dos predicciones se ha realizado. Para fraile carezco del extravío místico o de la conciencia acomodaticia; y hace, desgraciadamente mucho tiempo que se extinguió el bandido sentimental, que después de desvalijar a los viandantes, se ocupaba en componer endechas románticas, al claro de luna. Ahora hay una clase de salteador más práctico y abominable: el que se atrinchera tras de los vericuetos de los códigos, o de las columnas de los mayores mercantiles, y saquea a los incautos, sin correr el riesgo de la aventura gallarda y con más pingüe botín.
Soy un hombre desorbitado. No sé qué quiero, ni a qué aspiro, ni cuál es mi camino, ni qué papel desempeño en el mundo. La solución la tendré de fijo, cuando duerma a la sombra de un esbelto ciprés, entre los olores agrestes del cementerio de la aldea. Entonces, sobre mi tumba, se podrá escribir el epitafio antiguo:  “AQUÍ YACE EL RUIDO DEL VIENTO” (Rafael Briceño Ortega).


BLASON DE ORGULLO
(A mi padre Federico Briceño León)

Tu clara vida de virtud serena
es de mi vida honor, y en tí descansa
como en remanso de honda paz mi pena
y por tu amor aun vive mi esperanza.
Todo mi corazón por tí se llena
de una inefable luz de bienandanza,
y a la dulce piedad de tu alma buena
se acoge dolorida mi esperanza.

Padre mío: recuerdas? Tú asististe
al drama que por siempre me hizo triste.
A tus plantas caí, pálido y fuerte.

Mi desgracia es tu angustia: mas tu orgullo
podrá siempre decir que el hijo tuyo
no tiembla ante el dolor ni ante la muerte.