Bolívar
y él se conocieron en La Victoria, en la casa de don Juan de La Madriz,
conocida hoy como Casa de “La Mascota”, en el cruce de la Calle Real (Rivas
Dávila) con Ribas, frente a “La Liberal” donde se hospedaba El Libertador y
donde terminó la Campaña Admirable y nació la Segunda República, a pesar de que su dueño era un realista, hacendado victoriano, fiel a sus amigos y a su Rey.
La
histórica y heroica ciudad que aún no se reponía de los estragos de su Segunda
Batalla (Ribas contra Boves), fue el escenario del primer encuentro entre el
futuro Libertador y el futuro Mariscal. Corría el año de 1814 y las hordas de
Boves arrasaban las simientes de la República recién recuperada tras la más
admirable de las campañas, y que trataba de levantarse sobre las cenizas a que
la había reducido el feroz Monteverde. El Dios de la Guerra se enseñoreaba
sobre los campos y en lugar de con sudores, los surcos se abonaban con sangre y
lágrimas para que la cosecha pudiera ser de libertades. Al despertar el año,
Aragua había sumado al calendario de las hazañas, dos fechas que más adelante estamparía
en su escudo y a la patria naciente, nuevos altares erigidos con las batallas
de La Victoria y las dos de San Mateo. Pero existían dos patrias y era
necesario que fueran una sola; que los ejércitos, el de Oriente y el de
Occidente, fueran uno solo; y era posible, porque dos poderosas razones convocaban
a la unión: un mismo ideal de libertad y un enemigo común.
Simón Bolívar hace dramáticos llamados al
Libertador de Oriente, General Santiago Mariño, algunos de ellos llenos de promesas
y halagos: “Por premio a los sacrificios de Vuestra Excelencia y de las
victorias con que han sido coronados, desearía que fuse el Presidente de Venezuela”.
Los valerosos soldados que habían liberado el Oriente, cruzan los llanos y hacen
su entrada triunfal en el valle de Aragua. Al frente viene un joven de apenas
veinticinco años que trae sobre sus hombros las charreteras de General en Jefe
y la gloria de haber dado la libertad a medio país. Junto con él, la fulgurante
constelación del Oriente: Manuel Carlos Piar, José Francisco Bermúdez, Manuel
Valdez, Francisco Azcue, Tadeo Monagas, su hermano Gregorio y un joven Edecán de
diecinueve años que se llama Antonio José de Sucre. Entran por el Sur y antes
de llegar a la Villa de San Luís de Cura, topan con Boves quién huye
despavorido de la espantosa explosión de San Matheo y lo derrotan en el sitio de Bocachica. El 30 de
marzo de 1814, los orientales confirman en tierras de Aragua, las glorias de
que venían revestidos. Toman el viejo camino del Valle de Tucutunemo que va a
dar al Pao de Zárate, llegan a La Victoria el 4 de abril y al siguiente día, el
5 de abril, llega Bolívar. Se conocen
los dos Libertadores; unen sus ideales en un solo ideal, sus mandos en un solo
mando y forman el ejército que, unido, le dará la libertad a Venezuela en el
campo inmortal de Carabobo y que después irá hasta Ayacucho a sellar la
independencia de todo el continente.
El 5 de abril de abril de 1814, el Libertador conoce a los orientales y entre
ellos a Sucre, Debían saber ya el uno del otro, porque aún cuando en escenarios
diferentes, ambos lucharon durante los espantosos días del asedio a Valencia,
bajo el mando supremo de Miranda, y es probable que Sucre hubiera participado
en la primera batalla de La Victoria el 20 de junio de 1812, a las órdenes del
Generalísimo.
Pero es ahora cuando Bolívar tiene 30 años
y ya es Bolívar, en la vieja casona de Don Juan de La Madriz, en plena Calle
Real, donde su ojo penetrante y escudriñador va a mirar hondo en el alma de
quien será desde entonces su mejor amigo. Lo intuye. Algún tiempo después dirá:
“Ese mal jinete es uno de los mejores
oficiales del ejército (...) no se le conoce ni se sospechan sus aptitudes
(...) estoy resuelto a sacarle a la luz, persuadido de que algún día me
rivalizará.”
Muy grande debió ser esa amistad para
Bolívar, cuando, excelente escritor como era, de cuya pluma salieron miles de
cartas, proclamas, poemas, arengas, constituciones, leyes, decretos y cuantas
formas literarias existían en su tiempo, escribió durante toda su vida un solo
libro: que fue precisamente, la Biografía de Sucre, Un alma apasionada como la
del joven cumanés debió sumergirse en un mar de emociones turbulentas, de
fuerzas encontradas y de corrientes contradictorias que arrastraban hacia
playas desconocidas, al salir de la órbita del General Mariño para entrar en la
órbita del General Bolívar, hasta encontrarse de pronto en el cenit, fulgurando
con luz propia que irradiaba del brillo de su espada.
“Si Dios le hubiera dado a los hombres
el derecho de escoger su familia, yo habría escogido como mi hijo al General
Sucre”.
Y tenía que ser así, porque un niño que
se mete en un cuartel a los 13 años; que a los 15 es oficial de infantería; a
los 16, Teniente; a los 17 miembro del
Estado Mayor del Generalísimo Miranda; a los 18, Teniente Coronel; a los 24,
General; a los 25, Ministro de la Guerra; a los 27, General de División y a los
29, General en Jefe y Gran Mariscal, bien merecía con muy justificados méritos,
ser hijo del Libertador.
Al vencedor de Pichincha y Ayacucho, al
redentor de los Hijos del Sol, a quien la posteridad representaría “con un pie
en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco
Capac y contemplando a sus pies las cadenas del Perú rotas por su espada...”, bien
merecía ser hijo de Bolívar.
El sabio magistrado que es Gobernador de
Guayana, Diputado, Senador, Ministro, Intendente de Quito, Diplomático,
Presidente del Congreso Admirable, fundador de Periódicos, Universidades y Repúblicas,
Presidente fundador de Bolivia, es realmente hijo del Padre de la Patria.
Y es precisamente por eso que lo matan;
por ser el hijo predilecto del Libertador y su legítimo sucesor. Todos veían en
él al continuador de la obra del padre. Al final todo se derrumba; matan a Sucre, se
desintegra Colombia y muere Bolívar. Los tres mueren de lo mismo: los mata la
misma mano con la misma bala. Pero al morir Sucre, Bolívar dedica a su amigo la
más hermosa oración que persona alguna pudiera haberle escrito a un ser
querido. Queda allí consagrada por los siglos de los siglos, la devoción a una
amistad que había nacido en los corredores de una vieja casona victoriana en el
Valle de Aragua. El Libertador escribe:
“La bala cruel que te hirió el
corazón, mató a Colombia y me quitó la
vida. Como soldado, fuiste la victoria.
“La bala cruel que te hirió el
corazón, mató a Colombia y me quitó la
vida. Como soldado, fuiste la victoria.
Como magistrado, la justicia.
Como ciudadano, el patriotismo.
Como vencedor, la clemencia.
Como amigo, la lealtad.
Como magistrado, la justicia.
Como ciudadano, el patriotismo.
Como vencedor, la clemencia.
Como amigo, la lealtad.
Para tu gloria lo tienes todo ya; lo que
te falta, sólo a Dios le corresponde darlo”.
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