Pasamos
una parte de nuestras vidas creando afectos y otra parte, despidiéndonos de
ellos. Cuando le decimos adiós a un ser
querido, sabemos que junto con él se puede estar yendo una época o un ideal. A
lo que representó, a lo que simbolizó para nosotros mismos, para la ciudad o para
el país. Las generaciones no se suceden de manera uniforme sino que a una misma
pueden pertenecer juntamente, jóvenes y ancianos. Cuando pensamos en la
generación de nuestros libertadores, no nos detenemos a pensar en la edad que
tendrían cuando juntos luchaban por una misma causa. A la distancia, metemos en
un mismo mural a los imberbes jóvenes de Ribas junto con ancianos como Miranda
o Ustáriz. Pero algunos, casi siempre los más viejos, simbolizan a todos sus
compañeros de época. Cuando murieron el Marqués del Toro y el General Páez, se
dijo que se había cerrado el ciclo de los líderes de la independencia. Con la
muerte del general Medina se dijo que había concluido el gomecismo y con la del
doctor Jóvito Villalba se dijo que había cerrado sus páginas la Generación del
28.
Con
las muertes casi inmediatas de Josefina Simoza, Luís Pastori, Josefina Subero,
Ángel Esteban Olivo y Mireya Briceño, se
ha cerrado un ciclo de la vida victoriana. Por supuesto que muchos son sus contemporáneos -mayores y menores- que
compartieron con ellos los mismos tiempos, los mismos hechos y son fieles
testigos de los mismos acontecimientos, pero
he querido resumir en ellos, el testimonio de una ciudad que ya no
existe sino en nuestras memorias.
Ayer
despedimos a Mireya Briceño de Guevara en quién siempre estuvieron dignamente
representados, el mundo de la vieja cultura victoriana, la sangre de nuestros
próceres, el estoicismo de nuestras mujeres, el amor a las artes, la alegría de
vivir y ser feliz, el profundo dolor de las ausencias, el canto y las
actuaciones teatrales, la bendición de una familia bella y en fin, todo lo que
de hermoso y doloroso tiene la vida cuando se vive con gran intensidad.
Mireya
perteneció a muy antiguas familias victorianas. Por sus venas corría sangre
de héroes. Su madre doña Belén María
Álvarez Mudarra-Muguerza, era tataranieta del general Pedro José Muguerza, el
mayor de “Los Macabeos”. En plena
Batalla de La Victoria el 12 de Febrero de 1814, muertos ya los hermanos Juan
Manuel, José de Jesús y Lázaro, el propio general José Félix Ribas se acercó a
la casa de la familia Muguerza y le comunicó a la madre: “Comadre, mala noticia
para Usted y para la Patria, mataron a los muchachos”. Con estoicismo espartano
respondió doña María Antonia León de Muguerza: “General, la mala noticia es para mí; para la Patria no,
porque ahí está el otro”. Y dirigiéndose a José María, el menor de los hermanos
y le ordenó: “Váyase con su padrino y defienda el puesto de sus tres
hermanos”.
Cuando
en 1895 con la mayor solemnidad se inauguró en nuestra Plaza Mayor, el “Conjunto
Escultórico a la Batalla de La Victoria” (La Estatua de Ribas), el notable
escultor Eloy Palacios autor de la obra, tomó por el brazo a don Manuel María
Mudarra Muguerza (bisabuelo de Mireya) y le dijo: “Manuel María, ven para que
acompañes al Presidente de la República a develizar el monumento porque tú bien
sabes ese que está tirado en el suelo con un fusil en la mano, es tu abuelo
Pedro José Muguerza”.
Mireya a los 13 meses |
Otra hermana, doña María Angelina Álvarez Mudarra de Yánez Delgado, recientemente fallecida de 104 años, fue escritora, periodista y corresponsal de periódicos nacionales en la ciudad; y la otra hermana, doña Ana Luisa, conocida como “La Nené Aponte”, casó con el escritor, poeta historiador y político don Carlos Aponte, padres de los poetas Heriberto Aponte, Lourdes, Carlos José y de nuestro gran artista “Cayito” Aponte. Don Carlos a su vez era hermano de doña Concepción (“Conchita Aponte”) madre de nuestro gran poeta Luís Pastori. De allí salieron todos intelectuales de valía. Esa casa de don Carlos Aponte fue la casa de la cultura de la ciudad cuando la cultura no tenía casa pero la ciudad si tenía cultura. Doña Belén María casó con nuestro gran poeta Rafael Briceño Ortega, escritor, poeta, novelista y gran orador, hijo del hacendado y también intelectual Federico Briceño León. De su padre heredó Mireya la fibra poética, sin dejar de mencionar que el ambiente cultural que rodeó a su familia estimuló en ella el amor a las letras. Le tocó nacer en la época de los grandes poetas victorianos Gonzalo Carnevali, Luís Churión, Landáez, Trino Celis Ríos, Miguel Ángel Álvarez, Ángel Raúl Villasana, Julio Páez, Juan Santaella, Luís Pastori Sergio Medina y muchos más. Es famoso el poema que le escribió el gran Sergio Medina el día de su nacimiento.
Perteneció
al grupo de niños que bajo la dirección de Charito Peralta montaba
espectáculos, actos culturales, veladas, canciones y recitaciones en el “Teatro
Ribas”; formó parte de la “Compañía
Spaguetti” dirigida por Luís Pastori (se llamaba así porque todos eran
flaquitos) y fue destacada actriz y cantante del grupo. Formó parte del
legendario “Orfeón Santa Cecilia” fundado por el Padre Pérez Cisneros en los
años cuarenta. El cura del pueblo quien luego llegaría a ser Arzobispo de
Mérida, funda y dirige un orfeón con la ayuda del Maestro Pedro Oropeza Volcán.
Reformó la estructura espiritual de la histórica villa. Restauró la Iglesia Pueblerina;
agrupó a los jóvenes en el famoso orfeón que él mismo dirigía; abrió camino
hacia la educación superior al fundar el Colegio “Padre Machado” en la actual
Casa de la Cultura, vertiente del actual Liceo “José Félix Ribas”.
Entre Luis Pastori y Josefina Subero |
En el orfeón Santa Cecilia |
Pero todo no fue color de rosa
en su vida. Muy niña vio bajar de la tribuna de oradores el 12 de febrero de
1932, a su padre quien acababa de pronunciar el más revolucionario y vibrante
de sus discursos patrióticos. Al bajar de la tribuna fue apresado por los
adulantes del gobierno y conducido al Castillo Libertador de Puerto Cabello
donde se le encarceló hasta su muerte. Creció sin padre. Por fortuna el amor de
su abnegada madre y de sus demás familiares atenuó el inmenso dolor. Ya mujer,
con un cuadro de hijos pequeños, muere
su esposo y tiene que hacer como hicieron su madre y su hermana Guiomar del
Carmen, tambien viudas con numerosa prole, en plena juventud; ir al frente,
comandando un ejército de hijos y conducirlos al triunfo en la más dura batalla
que es la de la vida. Estos dolores parece que acentuaron el estoicismo de la
tatarabuela Muguerza. Desde ahora, no podrán nunca más, pasar por el corazón de la ciudad, sin voltear
hacia el pedestal donde está erguido el “Vencedor de los Tiranos”, sin recordar
que el soldado que lo acompaña, es el tatarabuelo cuya sangre aun corre por las
venas de sus descendientes. Ya Mireya está en el cielo de los justos, orgullosa
de saber que al decirle adiós, estamos despidiendo a una época que ella representó con dignidad y cerrando un ciclo de la historia de la
ciudad de sus mayores.
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