Por la salud de su hija Mireya
He
cumplido ya 39 años. ¡Lo que he visto! Mi corazón como una lámpara furiosa, ha
ardido en la llama de las más contradictorias emociones. A los 23 años, una
bala, no sé si estúpida o providencial, me mutiló la pierna izquierda. Me creí
el más infeliz de los mortales. Amaba el baile, la esgrima, la equitación, el
correr desatentado por las sabanas, persiguiendo a los toros cimarrones; las
excursiones fatigosas por los picachos de la sierra; todos los violentos
deportes que afirman la brutalidad masculina. Y verme así, obligado a andar de
muletas, o inmóvil en una butaca, ¡cuando la sangre juvenil me impulsaba a las
grandes empresas! Pensé seriamente en el suicidio; muchas noches lloré como
lloran los hombres: con los puños crispados y el pecho hirviendo en ira.
Después recordé vanidosamente a Tirteo, a Byron, a Verlaine, a todos los magnos cojos de la historia, y me resigné; es decir, me hice cobarde, porque la resignación es una forma de castración moral. Lo que más padecimientos me proporcionó fue el aprender a manejar la pierna artificial. Aquel maldito artefacto me angustiaba, me dolía, me arañaba como una bestia perversa, me ponía en ridículo. Cada paso me costaba una caída. Rodaba por el suelo, golpeándome brutalmente. Resolví echarlo al fuego; pero me avergonzó mi debilidad. El carácter se impuso y dominé a mi verdugo. A poco podía montar a caballo y asomarme, pobre ave de presa fracasada, desde los picachos de la sierra, a las vastas perspectivas.
Después recordé vanidosamente a Tirteo, a Byron, a Verlaine, a todos los magnos cojos de la historia, y me resigné; es decir, me hice cobarde, porque la resignación es una forma de castración moral. Lo que más padecimientos me proporcionó fue el aprender a manejar la pierna artificial. Aquel maldito artefacto me angustiaba, me dolía, me arañaba como una bestia perversa, me ponía en ridículo. Cada paso me costaba una caída. Rodaba por el suelo, golpeándome brutalmente. Resolví echarlo al fuego; pero me avergonzó mi debilidad. El carácter se impuso y dominé a mi verdugo. A poco podía montar a caballo y asomarme, pobre ave de presa fracasada, desde los picachos de la sierra, a las vastas perspectivas.
El gran poeta Rafael Briceño Ortega |
Toda
mi vida refluyó al interior. No siendo solicitado por el mundo de los
fenómenos, me dediqué a bucear introspectivamente y adquirí de la vida un
sentido profundo que no había sospechado antes. Mi dificultad de percepción se
aguzó hasta lindar con la alucinación. Afiné el análisis y en mi alma
repercutieron todos los sones del universo. Me di cuenta de que en mí latía la
conciencia cósmica y de que yo no era sino un accidente de la radiante unidad.
Hasta aquella época, juzgaba al mundo como una alegre tertulia en que sólo son
de rigor el ingenio agudo, el conversar chispeante, la prestancia varonil y,
por encima de todo, la cínica despreocupación.
Después
aprendí que la vida es algo más que una fiesta cortesana y que existen
imprescriptibles normas morales a las que es necesario ajustar el pensamiento y
la conducta. Gané también el conocimiento de la solidaridad y a esta sagrada
pauta acordé mi espíritu. En el árbol, en el nido, en la flor -formas supremas
de la belleza- y en el sapo, en la babosa y en el hombre malo -cifras de la
eterna fealdad- admiré la misma expansión creadora y la correlación que une el
sordo palpitar de la vida inferior a pujanza del ala, o al desbordamiento del
cántico. Cobré ingente compasión por mis semejantes. Cuando los veo afanarse
inútilmente, empujados por el odio, el amor, o la ambición, no puedo apartar de
mi mente lo frágil de los hilillos que mueven las choquezuelas, gobiernan los
brazos y agitan los labios que se entreabren para el beso, la mentira o la
blasfemia. Si en un baile, algún pisaverde se me acerca para decirme con
grotesca aflicción: ¿“usted debe sufrir mucho al no poder bailar, eh?”, sonrío
comprensivamente y pienso en nuestros abuelos los vertebrados inferiores.
En “El
Socorrro” Con Pedro Emilio Núñez de Cáceres |
Me
refugié en las letras, ese consuelo mágico de los que sufren. La afición a las
letras es en mí hereditaria. Mi padre fue docto en humanidades. Mi ilustre
maestro Luis Churión avivó el fermento ancestral. Pero cuando era fuerte y
feliz las amaba indolentemente, cultivándolas con muy poca asiduidad. En cuanto
el dolor me hizo hombre, me apasioné por ellas y les pedí que me concedieran
fama dilatada. He leído y estudiado mucho; sin embargo, no he producido en
relación con mi cultura. Otros, menos preparados que yo, producen en mayor
cantidad.
Por esto presumo que mi talento es nulo, o flaco, o que estoy empastelado, como les acontece a los simuladores del talento, de que habla un psiquiatra argentino. Escribo versos con una vena fácil y abundante; la prosa, ese molde del sentimiento varonil, me tortura, me desespera, me escarnece. Jamás he podido vaciar en troqueles adecuados mi pensamiento. Este se me escapa siempre como un geniecillo chocarrero, dejándome el estupor de la impotencia. Gusto de los versos; pero mucho más del cuento y de la novela. Parécenme la última expresión del arte literario, así como la música supera a todas las artes. Pero nunca haré nada de valor como cuentista o novelista. Soy un gran imaginativo, es cierto; más me falta el don de la visión certera y me inclino mucho, sin quererlo, a lo caricaturesco.
Todo lo abulto desmesuradamente y en todo pongo, o una áspera amargura, o una burla desaforada. Infiero que en esto influye la constante tragedia en que he vivido. Se ha dicho que el arte es la vida vista a través de un temperamento. Mis creaciones, si es dable llamar así a esos frutos enclenques, se resienten, lógicamente, de lo sombrío de mi carácter. Me han dado a beber ponzoñas terribles y las devuelvo en un gruñón escepticismo, o en sarcasmos irritantes. Y no soy malo. Por el contrario, tengo una bondad de apóstol. Sólo que me pongo la máscara de monstruo para que me dejen en paz. El hombre es cobarde. No ataca sino a los débiles o a los indefensos. Basta hacer una demostración de fuerza, con un puñetazo bien dirigido, para que nadie nos inquiete. Sé que en las letras no pasaré de un diletantismo inofensivo. No obstante, continúo martillándolas, por arraigada devoción y como un medio de olvidar.
Por esto presumo que mi talento es nulo, o flaco, o que estoy empastelado, como les acontece a los simuladores del talento, de que habla un psiquiatra argentino. Escribo versos con una vena fácil y abundante; la prosa, ese molde del sentimiento varonil, me tortura, me desespera, me escarnece. Jamás he podido vaciar en troqueles adecuados mi pensamiento. Este se me escapa siempre como un geniecillo chocarrero, dejándome el estupor de la impotencia. Gusto de los versos; pero mucho más del cuento y de la novela. Parécenme la última expresión del arte literario, así como la música supera a todas las artes. Pero nunca haré nada de valor como cuentista o novelista. Soy un gran imaginativo, es cierto; más me falta el don de la visión certera y me inclino mucho, sin quererlo, a lo caricaturesco.
Todo lo abulto desmesuradamente y en todo pongo, o una áspera amargura, o una burla desaforada. Infiero que en esto influye la constante tragedia en que he vivido. Se ha dicho que el arte es la vida vista a través de un temperamento. Mis creaciones, si es dable llamar así a esos frutos enclenques, se resienten, lógicamente, de lo sombrío de mi carácter. Me han dado a beber ponzoñas terribles y las devuelvo en un gruñón escepticismo, o en sarcasmos irritantes. Y no soy malo. Por el contrario, tengo una bondad de apóstol. Sólo que me pongo la máscara de monstruo para que me dejen en paz. El hombre es cobarde. No ataca sino a los débiles o a los indefensos. Basta hacer una demostración de fuerza, con un puñetazo bien dirigido, para que nadie nos inquiete. Sé que en las letras no pasaré de un diletantismo inofensivo. No obstante, continúo martillándolas, por arraigada devoción y como un medio de olvidar.
Me
he convertido en un burgués rectilíneo. Para serlo perfecto me faltan la grasa
estólida y la ganchuda avaricia. Me casé -signo de decadencia- y tengo una
chiquilla- vívida comprobación de renacimiento. Al nirvana burgués vamos todos,
cuando se nos agota el idealismo imprudente y nos convencemos de que sólo la
función nutritiva rige el universo, desde las grandes masas astrales, hasta el
pernicioso micrococo que se alimenta de células.
Pronunciando
su último discurso |
Mi
talentoso camarada Trino Celis Ríos dijo en una crónica jovial, que yo pararía
en fraile, o en capitán de bandoleros. Ninguna de las dos predicciones se ha
realizado. Para fraile carezco del extravío místico o de la conciencia
acomodaticia; y hace, desgraciadamente mucho tiempo que se extinguió el bandido
sentimental, que después de desvalijar a los viandantes, se ocupaba en componer
endechas románticas, al claro de luna. Ahora hay una clase de salteador más
práctico y abominable: el que se atrinchera tras de los vericuetos de los
códigos, o de las columnas de los mayores mercantiles, y saquea a los incautos,
sin correr el riesgo de la aventura gallarda y con más pingüe botín.
Soy
un hombre desorbitado. No sé qué quiero, ni a qué aspiro, ni cuál es mi camino,
ni qué papel desempeño en el mundo. La solución la tendré de fijo, cuando
duerma a la sombra de un esbelto ciprés, entre los olores agrestes del
cementerio de la aldea. Entonces, sobre mi tumba, se podrá escribir el epitafio
antiguo: “AQUÍ YACE EL RUIDO DEL VIENTO”
(Rafael Briceño Ortega).
BLASON DE ORGULLO
(A
mi padre Federico Briceño León)
Tu
clara vida de virtud serena
es de
mi vida honor, y en tí descansa
como en
remanso de honda paz mi pena
y por
tu amor aun vive mi esperanza.
Todo mi
corazón por tí se llena
de una
inefable luz de bienandanza,
y a la
dulce piedad de tu alma buena
se
acoge dolorida mi esperanza.
Padre
mío: recuerdas? Tú asististe
al
drama que por siempre me hizo triste.
A tus
plantas caí, pálido y fuerte.
Mi
desgracia es tu angustia: mas tu orgullo
podrá
siempre decir que el hijo tuyo
no
tiembla ante el dolor ni ante la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario