22 mar 2014

UN 23 DE ENERO VICTORIANO


(Fragmento)


                                                                                    
Todos teníamos 55 años menos; éramos unos niños. La Victoria era una ciudad tranquila, alegre y apacible que tenía tres cines, cien botiquines y una sola librería. Crecimos bajo el lento y pesado silencio de la dictadura; en un clima de miedos y añoranzas, viendo hacia atrás, hacia la historia. Como era peligroso hablar de hombres vivos se hablaba de los muertos, de los poetas, de los héroes. Se nos aletargaba con patriotismo hueco. No sabíamos bien los jóvenes de entonces qué era la libertad, qué era la dignidad ni cuáles los derechos que teníamos como seres humanos. Se hablaba de la patria, de nuestra gesta magna, de los antepasados, de los hechos heroicos, de la gloria, mientras León Gustavo Richard, Mitico Díaz, Yeye Dieppa, Joaquín Barreat, Michelín Ríos, Natalio Castillo, Tirso Pazos, Cipriano Martínez, Tarsicio Pazos, Nicolás Colorado, Simón Antich Lazo, Luis Rafael Núñez Mattey, los Blank Antich; los consejeños Carlos Sánchez, Fabio Mata, Euclides Basabe, Francisco Ferray y el Negro Mendoza o los tejerieños Antonio Álvarez, Emilio Torrealba y Sinforiano Álvarez, estaban en la cárcel o enconchados.Se hablaba de la Venezuela heroica y de los padres de la libertad mientras a Nelson Romero, al “viejito” Luis Henrique Aguilar Hostos, a Carlitos Blank y a tantos otros, se les negaba el derecho al suelo patrio. 

Pero no lo sabíamos; no éramos una juventud politizada como afortunadamente es la de ahora. Solamente desfilábamos, oíamos y callábamos. El sagrado derecho de decir cualquier cosa, no existía. Este derecho que hoy tenemos de expresar nuestras ideas, de protestar, de gritar si el gobierno nos gusta o no nos gusta, no existía. Se vivía inmersos en un miedo colectivo. Se podía estar tranquilo siempre y cuando uno no se metiera en política, como dicen los hombres de espíritus conformes. Podía vivir tranquilo quien no opinara, ni dijera, ni protestara, ni pensara... bueno, pensar sí, pero sin expresar el pensamiento; sin meterse en las cosas del gobierno, como si algún privilegio determinara quienes podían meterse y quiénes no. 

Así fuimos creciendo; entre liquiliquis, banderas, joropos y redoblantes desfilábamos todos... en silencio. Llegamos al Liceo y fue lo mismo: banderas, joropos, y desfiles, mientras Humberto Buznego (Reinita), Oswaldo Matute, Alejandrito Nieves Ríos, “Bigotico” Cabrera, José Bernardo López, Alfredo López, Antonio Bustamante, Raúl Cabrera y los Aguilar andaban presos o huyendo o asustados. No se nos informaba libremente; crecimos en silencio. Solamente entre líneas algunos profesores valientes como Guillermo Blanco Rondón, Silvio Orta, Miguel Rasquin o Bartolomé Marín, abordaban los temas del petróleo, la economía o el hierro, que no entendíamos mucho. Y eso era todo. El resto era en las casas de familia y... en familia. Se hablaba en parábolas: “Visitaron a Nicolás Colorado”, “Sacaron a pasear a Imelda Romero y a Mery Benazaya, hasta con las mujeres se metían. Se hablaba entre gentes de confianza porque hasta las paredes podían tener oídos. Había como una cofradía de perseguidos en La Victoria; hablaban y sufrían entre ellos mismos. Hombres y mujeres vivieron diez años de angustias y zozobras; de prisiones, de llantos, “esperando visitas”. 

 Madres, hijas, esposas, cuyos ojos estaban como nuestras llanuras: entre el seco verano de las noches en vela y el invierno copioso de las lágrimas. El rumor era el mismo: “Anoche se llevaron a Cipriano Martínez o a Izaguirre”. “Rodaron a Silvio Silva; los Rodríguez Palencia están huyendo”. “Aurora Pastori se tuvo que esconder” Después se supo todo: había otra Venezuela que sólo podía verse por entre las rendijas de la ventana clausurada de Panchita Arias. Transcurrieron diez años de silencio. Fueron llegando hombres de otras tierras: Roberto Villalobos Ferrer, Luis Rafael Núñez Mattey y Elvira; Davaud, Pinto Sifontes, Ruperto Mata y Clarita; Virgilio León Cordero. Vinieron a luchar y aquí echaron raíces y dieron frutos. Fueron diez largos años. Llegó diciembre del 57, se hicieron elecciones (un plebiscito) y las ganó el gobierno. Inventamos un chiste: preguntábamos... ¿Cómo se dice chanchullo en latín? Y en coro respondíamos: “plebiscito”. Allí empezó a enseriarse la cosa entre nosotros.

Nuestra vida cambió. Nuestra vida hasta entonces apacible, cambió radicalmente. Se quedaron atrás para contárselas mañana a nuestros nietos, las fiestas con tizana de Misia Anita Sanz; los grandes bailes de Don Fermín López, los paseos de luna con todos los Acosta Medina por “La Quebrada”, los juegos en la plaza, las fiestas en la casa de las Morochas Cabrera, las serenatas con Cayito Aponte y Freddy Yánez, las farras en La Clínica, la coronación de Nieves Torres Pantoja, las misas de aguinaldo, las retretas de la plaza Ribas, los actos culturales del Liceo, los juegos de pelota, los encuentros de los eternos rivales de la Cancha: “Halcones” y “Tutaima”; Pollollo, Pollollito, El General Gómez, Piñero, Tito Ávila, Carapacho, los Gil, Cotejo, Tucusito, las mexicanas del Teatro Ribas, las tardes que se empataban con las noches que se empataban con las madrugadas que se empataban con los amaneceres que se empataban con las tardes, en la vieja casona de los López, oyendo a Eddie leer libros o recitar poemas hasta que doña Carmen o la Nena venían a interrumpir para decirnos: “muchachos, la mesa está servida” Y atrás quedó el silencio. Todo se quedó atrás.

 Subió el tono de las voces y comenzamos a saberlo todo... había una dictadura. No quedaba muy claro pero ya era otra cosa, aprendíamos a hablar. Venían los compañeros estudiantes de Caracas y de Maracay... y espías. Solamente confiábamos en quienes llegaban de las manos puras de Silvio Antonio Orta Cabrera y de las manos honestas de Julio Jáuregui. Esas pascuas del 57 fueron diferentes, porque entonces nosotros éramos diferentes. Se hablaba de atropellos, de torturas, de exilios, de asonadas y de conspiraciones; se hablaba de derechos, de libertad, de dignidad, de luchas, de mártires. Era una navidad emocionante; algo debía pasar en Venezuela. “Y el primero de enero por el cielo de Aragua, cruzaron unos pájaros de hierro, que abrieron los barrotes de sus jaulas y echaron a volar como diciendo: “Ahora sí, compañeros... Feliz Año”. Llegó el cincuenta y ocho¸ el coro de las voces fue aumentando y se unieron las voces campesinas y las de los obreros y las de las mujeres y los niños y las de las cornetas y las de las campanas; se subieron los tonos: “El clero está metido” “...y las Fuerzas Armadas…”. “…la cosa está que arde..”. “...hay huelgas en Caracas…”, “Circula un manifiesto de los intelectuales...”. “...una Junta Patriótica convoca las conciencias..,”, “...las calles se alfombraron de tachuelas..”. “...mataron estudiantes...”, “...el pueblo está en la calle..”, “...otra vez Caracas da el ejemplo..”. Decidimos la huelga de solidaridad. En la casa de “Bigotico” Cabrera las morochas Norma y Nora preparan unas fiestas, en las que ni se bebe ni se baila.., se conspira. Llegamos en grupitos. Argelia Benarroch, Elsita Viana, Eddie López Jaspe, Manita Izaguirre, Fernando Gómez, Biblis de Milet Soto y yo. 

Por otro lado Germinal Siurana, Silvio Antonio Orta Cabrera, Romelio Ramos, Freddy Ríos, Freddy Orta, Pedro Elias Gil, Omar (Perico) Quintero, y Sardinita Bustamante, Telba y Joseíto Carantoña, Cayito Aponte, Alejandro Navarro (cotejo, hoy perolón),  Nacho Romero, Freddy Yánez, Carlos Jesús y Manolo Morales, los Gavidia y los Polanco, “Cebollita” Hostos, Figueredo, César Duque, Angel Custodio Morales de Zuata, Luisa Teresa Sánchez, Aracelis Richard, Rosina y Pachú, Teresita Mata, la Mora Beatriz Delgado, los Richard, José Ríos (Carebizcocho) que estudiaba en Caracas y traía datos, Andresito (cachita) Ríos, Ángel Acero, Jesús Alberto León y Kalinina Ortega, las Vásquez, Toro el bueno y Toro el malo de San Mateo, mi compadre Farías, Yeyo Ustáriz y “Cochinito” Araujo. Al rato los Barreat, Alfredo Riobueno, Freddy Linares, los Castillo, “Chicho” y José Ramón, Mon Cherry David Corrales, la Nena Castillo y Miriam Rodríguez, Carmencita Bustamante, Arantza Iriarte y Kelche Yona, Nilsa Bol y Ada Ochoa de San Mateo, “Pechoepaloma” Silva, “Jabalina” Hernández. Llegaban César Díaz e Isbelia Blanco, la catira que nos quitaba el sueño a todos. Los Acosta llenaban la sala ellos solos; “El Perro” Juan Sánchez, Tony Kurbage “El Arabe”, Reina Ceballos, Julia Pérez Caballero, los Fumero, Dulce María Velazco, “Carapacho” Viera, Haydee Rodríguez, Omar Francés, quien no estudiaba en el Liceo pero tenía las llaves de la plaza. Iban Yolandita Vásquez, las Silva: Beatriz, Chela y Lavinia; Alfredo Rodríguez el tigre, los Mata Castro, Soledad y Winston Pérez, Ivo Vincenzi, los Antonini, los Feo, las Lange (Isabel nos daba información desde la telefónica); Alí Rubén López, los Lobato, el flaco Silva, Iván Araujo, David Barrios, Igor Pankof, Luis Morey, los Naylander, Flor Poggi, Mireyita Pérez y Gisela Pastori. María Cristina y “Mama” eran como dos madres para todos. También nos reuníamos en casa de Argelia Benarroch; otras veces buscábamos el refugio de la casa de Rosita Betancourt. Un viejo caserón asilo de serenateros y de conspiradores, concha de todos. Rosita tocaba el piano, Cayito la guitarra y yo tocaba el cuatro al son que me tocaran.

 A Doña Rosa le avisaban. El Comandante González Pachano la llamaba: “Rosa, tienes visita”. Rosendo Salas le decía: “Doña Rosa, esta noche la van a visitar”. El Capitán Salgado de tanto “visitarla” sentía vergüenza y ella “lo allanaba” a él... “Pasa Salgado, allana; no te de pena, pasa y registra, que ese es tu trabajo.” Por dentro, en el espíritu, ella era la verdaderamente libre; más libre que él. Otras veces le caían de sorpresa. Una tarde llegó la camioneta de la Seguridad Nacional y allanaron la casa; buscaban a Leandro Álvarez. Removieron todo menos la encubridora copa del frondoso tamarindo del corral. Como no lo encontraron, se llevaron detenido un retrato de Manuel Betancourt  (firmante del acta fundacional de A. D., hermano de doña Rosa); el único retrato que ha estado preso. Ya Manuel había muerto hacía años. 

El retrato ex presidiario fue rescatado el 23 de enero de la Seguridad Nacional y hoy está colgado en el salón principal de la Casa de su partido. Teníamos la costumbre de esperar todos juntos las doce de la noche e igual que en año nuevo, abrazarnos como una gran familia y al escuchar la campanada de la vieja iglesia, darnos el “Feliz día”. Dibujamos un mapa que aún existe. En el centro la plaza y alrededor, la Iglesia, el Liceo, la Casa Amarilla, El Vaticano, la Policía, el Teatro, la Clínica, La Gruta, los bares, las casas de familias amigas en las cuales podíamos refugiarnos en caso de peligro. 

Lo recuerdo muy claro; era como entre lucha y tremendura, entre bochinche y heroísmo, una mezcla de juego y cosa seria. Teníamos sentido de la historia y desde nuestros sueños juveniles nos sentíamos los héroes de una hermosa batalla; sabíamos que este pueblo pequeño era un infierno grande y estábamos seguros de que lo que hacíamos entonces lo conmemoraríamos algún día. Preparamos la huelga y le pusimos fecha: sería el lunes 20 de enero de 1958, hace 55 años y siete días... como si fuera ayer. Como los estrategas de las grandes batallas, sobre el mapa, pusimos alcabalas que impidieran el acceso a la plaza Ribas; hicimos contraseñas, insignias tricolores hechas por Elsa Viana y Argelia Benarroch, repartimos esquinas pero como en un inmenso tablero de ajedrez se nos multiplicaba la lista de los conjurados y la necesidad de más esquinas para cuidar. Lo resolvimos fácil, de dos en dos y todos a dos cuadras de la plaza. Ensayamos detalles, contactos y zaguanes, mantuvimos el secreto y el lunes fue el gran día. La plaza estaba sola... la iglesia estaba sola. Sólo se oía el paso de la brisa por entre la copa de los árboles y el motor agónico de la camioneta de la Seguridad Nacional. 

No entendían lo que estaba pasando; algunos padres llevaban a sus hijos al Liceo, pero en lugar de entrar, echaban a correr hacia nosotros. Sentíamos el apoyo de la gente mayor. Misia María Luisa Antonini, la honorable maestra de generaciones, veía con buenos ojos el desorden; el Coronel Marcos Aurelio Páez permitió que en su casa se cambiaran de ropas mi hermana Morela, Irma Antonini y Marujita Páez, para que entraran por la calle de La Gruta y salieran por la Puerta Principal de la Iglesia Matriz, vestidas de amarillo, azul y rojo. Llegamos a la plaza los más grandes; el Estado Mayor, como decíamos.  Fuimos citados a la Jefatura y el Comandante de la Policía dirigiéndose a mí, me preguntó: “¿quién dibujó el mapita que cargan por ahí?... y... ¿quién dirige este desorden?”. En una nota de Lope de Vega le respondí: “Fuenteovejuna Señor”. Se puso los lentes, revisó unos papeles y unas listas, levantó la mirada y me repreguntó: “¿Qué año estudia?” En Caracas y en toda Venezuela, al coro de las voces del pueblo se une la ronca voz de los fusiles y cantan juntas el “abajo cadenas”; el 23 de enero cayó la tiranía. El pueblo reconquistaba su libertad una vez más; como en los viejos tiempos, como cuando cayeron los Monagas o como cuando la reacción contra Guzmán o cuando murió Gómez. 

Por vez primera en el siglo XX se derrocó una dictadura, porque al General Gómez no lo derrocó nadie y a quienes si tumbaron, Medina y Gallegos, no fueron dictadores. Lo demás es historia conocida. La Junta de Gobierno, las cárceles abiertas, regresan los exilados. Betancourt, Caldera, Leoni, Villalba, Gustavo Machado, Jesús Farías y trayendo los restos de la esposa muerta, ese gran símbolo de la dignidad venezolana: don Rómulo Gallegos. Los ricos de Caracas se cogen el gobierno y como una flor en el gabinete, el ilustre Ex-Rector Julio de Armas. Resonaban aún dentro de la Iglesia Matriz las notas del Himno Nacional cantado por Magally Urrutia cuando ya las calles y la plaza parecían un desbordado río de banderas. Hombres y mujeres del pueblo salieron a las calles, soltaron a los presos, asaltaron las casas de la Seguridad Nacional, quemaron la pavosa camioneta y en alegre parranda de desquite salió una caravana a cuya cabeza, sobre un camión que manejaba José Bernardo López, íbamos Alejandro Navarro y yo sosteniendo a un chivo asustado que hacía maromas para no caerse, mientras el coro repetía: “Mataron al chivo y se lo comieron…” Nos fuimos a La Voz de La Victoria y hablamos Jesús Alberto León, Irma Antonini y yo; al rato llegaron los mayores... era una fiesta de libertad recuperada. Lo demás es  historia conocida. Recuerdo estos acontecimientos como si hubieran ocurrido ayer. Muchos de los protagonistas ya se marcharon, otros se fueron poniendo viejos y quienes aun quedamos, tenemos ahora 55 años más.

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