La Semana Santa
en La Victoria fue siempre motivo de recogimiento y manifestación de la fe que
acompañó a los victorianos desde los mismos orígenes de la ciudad. El pueblo nació con el nombre de la Virgen y
se llamó Nuestra Señora de La Victoria, con el que el Papa había bautizado a la
Virgen del Rosario. Tuvo como Vice Patrono a San Nicolás de Tolentino (elegido
por votación popular) y su primera iglesia fue dedicada a Santa Inés. Además,
tuvo sacerdotes que fueron verdaderos apóstoles como el padre Santiago
Florencio Machado fundador de las Hermanitas de los Pobres o el padre Heredia y
Aguiar quien en pleno siglo XVII fundó una escuela para enseñar a los indios a
leer, escribir, cantar y contar.
Fundó un hospital que tenía más camas que el
de Caracas; enseñó música y de aquí salieron todos los maestros de capilla que
se repartieron por las iglesias del interior y creó la primera escuela
artesanal en la cual los varones aprendieron a hacer sus camas, sus sillas, sus
mesas, los bancos de la escuela y sus escaparates. Las hembras aprendieron a
hacer sus sayas, camisas, sábanas, ropajes y demás labores “propias de su
sexo”, como se decía entonces. Igualmente hubo curas que se destacaron en la
vida colonial y republicana como maestros, profesores y rectores de la
universidad, juristas, obispos y demás funciones.
El fervor religioso del
pueblo estuvo siempre presente en los hogares, en las escuelas, en las iglesias
y en la calle. Las misas, los ángelus, las cuarenta horas, los trisagios, los
bautizos, comuniones, confirmaciones, matrimonios y velatorios son testimonios
de esa gran fe. Pero tal vez la mayor expresión popular de nuestra religiosidad
es la Semana Santa o Semana Mayor. Más que las fiestas Patronales que nuestra
ciudad celebra el 12 de diciembre (Día de Nuestra Señora de Guadalupe) dentro
de la iglesia y en los alrededores de la plaza y eso porque las festividades
del 12 de febrero revisten mayor celebridad.
Las procesiones en La Victoria eran de las más famosas de la
provincia durante la época colonial. Y durante los siglos posteriores han
mantenido su solemnidad y fama, aunque al decir de Belencita Briceño, los victorianos acompañan las procesiones a
regular distancia; “ni cerca, que queme al santo, ni lejos que no lo alumbre” Pero
todo no ha sido tan pomposo, también hemos tenido escenas ridículas y heroicas,
de las cuales voy a contar solamente dos. La primera ocurrió en tiempos de
Pérez Jiménez y todavía están vivos muchos de los personajes del cuento.
Resulta, que había llegado a la ciudad un inspector de vehículos muy
emprendedor y creativo. El distinguido caballero decidió establecer señalización
en nuestras calles y fijar mediante flechado, cuáles callesa eran para subir y
cuáles para bajar, así como cuáles iban en sentido este oeste y cuáles oeste
este.
El volumen de carros ya justificaba poner cierto orden y este inspector
lo puso. Hasta aquí todo iba bien, hasta que llegó el Viernes Santo. El señor
informó a la Sociedad del Santo Sepulcro, que aunque tenían más de tres siglos
sacando al Santo en una dirección, ahora tendrían que sacarlo en la contraria,
porque si lo sacaban por donde siempre lo habían hecho, se estarían “comiendo
la flecha”. Se armó tremendo lío. Los socios del Sepulcro convocaron a las
otras sociedades y cofradías y todas se solidarizaron y acudieron al llamado y
a la procesión.
Por supuesto que sacaron al Santo por donde siempre había
salido y el inspector molesto por la “falta de respeto” a su autoridad, le
entregó al Presidente de la Sociedad, una boleta que tenían que pagar por
concepto de multa. Hubo quienes propusieron romperle la boleta en su cara a “tan
semejante” estúpido, pero privó el criterio de quienes propusieron pagarla.
Efectivamente, la pagaron y se fueron con el recibo para Caracas y después de
ver al Obispo, visitaron a “El Nacional”. A los pocos días apareció a toda
página una caricatura en la cual aparece el pueblo llevando la urna y al Santo
sacando la mano y recibiendo la boleta del inspector. El escándalo y la burla
llegó hasta los oídos de Pérez Jiménez quien inmediatamente ordenó su
destitución y el nombramiento de otro inspector.
Para
nada, porque al poco
tiempo lo premiaron con la Inspectoría Nacional de Vehículos. No
menciono su nombre
por respeto y cariño a su hija, mi compañera de estudios en la
universidad. Algún
socio debe conservar los recortes de prensa. El otro caso había sucedido
antes,
en tiempos del general Gómez. Vivían en La Victoria los hermanos Cerró
de muy
grata recordación. Uno de ellos llamado Santos Cerró casó con Cyra
Angélica
Udis y son los padres de dos sacerdotes; el padre Ángel y el padre
Anselmo
Cerró, este último muy conocido en la ciudad, cura inteligente,
progresista,
revolucionario, en permanente actitud cuestionadora ante el boato, el
lujo y
las pomposidades de las jerarquías. Don Santos era farmaceuta y en su
farmacia atendía en consulta a los pobres y les regalaba
las medicinas.
El otro hermano era el doctor Anselmo Cerró, médico con
fama de
ser comunista por sus ideas de libertad y por pertenecer al Círculo
Literario
que dirigía el poeta Rafael Briceño Ortega, que según el gobierno, era
una
célula comunista. Andaba por todo el pueblo en un Quitrín tirado por una
mula. Cada
vez que recogían a los sospechosos, apresaban al doctor Cerró pero en
seguida
lo soltaban porque dentro de los mismos gomecistas había infinidad de
personas
que atestiguaban en su favor por ser un hombre bueno y generoso. Hoy en
día su
nombre lo lleva la calle que está detrás del Teatro Ribas.
Existía
entonces la
tradición de que el Lunes Santo al pasar la procesión de “Jesús Atado La
Columna”,
propiedad de la familia Rodríguez Trilla, por el frente de la Policía,
soltaban
un preso. La policía quedaba en la calle Soublette, al lado de la Casa
Amarilla, donde hoy está la Casa de la Mujer “Josefa Palacios de Ribas".
Lo que se hacía, era que el fin de semana agarraban a cualquier
borrachito, lo
llevaban arrestado al calabozo y cuando pasaba la procesión, lo
soltaban.
Entonces el libertado tenía que meterse debajo de la mesa donde llevaban
el
santo, hasta que llegara a la iglesia, aunque muchos al verse libres,
echaban a
correr. Una vez, en la segunda década del siglo pasado, habían metido
preso al
doctor Anselmo Cerró “por comunista” y toda la población esperaba que al
pasar
la procesión de Jesús Cautivo, lo soltaran. Era tal el cariño y la
gratitud de
los victorianos, que todo el pueblo se había volcado para celebrar la
libertad del
querido “médico de los pobres”, quien atendía a todos los que
solicitaban su
auxilio y también les regalaba las medicinas.
Llegada la hora, cuando el
Santo
estaba parado frente a la cárcel, se abrió la puerta y ante la sorpresa
de
todos, soltaron al borrachito. La indignación fue general, los
cargadores se
negaron a seguir y el Jefe Civil de la ciudad, de cuyo nombre no quiero
ni
acordarme, de muy ingrata recordación, ordenó a los socios levantar la
mesa
bajo amenaza de meterlos a todos en la prisión. Mientras la negativa de
los
cargadores enfurecía al envalentonado coronel, el pueblo comenzó a
gritar que
soltaran al doctor Cerró.
El Jefe Civil le
ordenó a otro grupo de hombres que
sustituyeran a los cargadores y ante la amenaza, se metieron debajo de
la mesa
pero estaba tan pesada que no la pudieron levantar. Cambió varias veces
de
improvisados cargadores pero no podían levantar la mesa que cada vez se
ponía
más pesada. El coronel mandó a venir a ochenta soldados de los que
estaban en
el cuartel que en esa época funcionaba en el Palacio de Campoelías, pero
tampoco
pudieron. Él mismo se metió y se dio cuenta personalmente de que el
Santo “no
se quería mover”.
Entonces, ante el paso de angustiosos minutos, la
gritería y
su propio convencimiento, ordenó: “Esta bien, que suelten al doctor
Cerró”. Una
vez en la calle, entre aplausos y vítores, el doctor Cerró se metió
humildemente debajo de la Procesión y entonces las mujeres de La
Victoria, -sí,
las mujeres- rodearon la mesa y con una sola mano levantaron la
procesión y
siguieron su marcha.
Pasado un tiempo, el Jefe Civil se hizo amigo del eminente ciudadano y me contaba León Gustavo Richard, que cuando en 1922 murió el doctor Cerró, el cura de La Victoria no quiso abrirle las puertas de la iglesia ni administrarle los oficios religiosos porque “era masón y comunista”. Entonces el temido Jefe Civil con su fuete, le cayó a fuetazos al portón del templo gritando: “Abran Carajo, que llevamos a enterrar a un hombre justo; abran o tumbamos la puerta”.
Pasado un tiempo, el Jefe Civil se hizo amigo del eminente ciudadano y me contaba León Gustavo Richard, que cuando en 1922 murió el doctor Cerró, el cura de La Victoria no quiso abrirle las puertas de la iglesia ni administrarle los oficios religiosos porque “era masón y comunista”. Entonces el temido Jefe Civil con su fuete, le cayó a fuetazos al portón del templo gritando: “Abran Carajo, que llevamos a enterrar a un hombre justo; abran o tumbamos la puerta”.
Y por supuesto,
el
aterrorizado cura (quien llegó a ser Arzobispo) abrió el portón que la
comunidad amenazaba con derribar y ofició una misa de cuerpo presente.
Al
comenzar mañana la Semana Santa, vale la pena acercarse a la Catedral,
compartir la fe del pueblo y observar cómo en nuestra ciudad cada Santo
ha
tenido sus dueños, su cofradía, sus
cargadores y sobre todo, sus historias.
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