12 abr 2014

BOLETEARON AL SANTO SEPULCRO

 

La Semana Santa en La Victoria fue siempre motivo de recogimiento y manifestación de la fe que acompañó a los victorianos desde los mismos orígenes de la ciudad.  El pueblo nació con el nombre de la Virgen y se llamó Nuestra Señora de La Victoria, con el que el Papa había bautizado a la Virgen del Rosario. Tuvo como Vice Patrono a San Nicolás de Tolentino (elegido por votación popular) y su primera iglesia fue dedicada a Santa Inés. Además, tuvo sacerdotes que fueron verdaderos apóstoles como el padre Santiago Florencio Machado fundador de las Hermanitas de los Pobres o el padre Heredia y Aguiar quien en pleno siglo XVII fundó una escuela para enseñar a los indios a leer, escribir, cantar y contar. 

Fundó un hospital que tenía más camas que el de Caracas; enseñó música y de aquí salieron todos los maestros de capilla que se repartieron por las iglesias del interior y creó la primera escuela artesanal en la cual los varones aprendieron a hacer sus camas, sus sillas, sus mesas, los bancos de la escuela y sus escaparates. Las hembras aprendieron a hacer sus sayas, camisas, sábanas, ropajes y demás labores “propias de su sexo”, como se decía entonces. Igualmente hubo curas que se destacaron en la vida colonial y republicana como maestros, profesores y rectores de la universidad, juristas, obispos y demás funciones. 

El fervor religioso del pueblo estuvo siempre presente en los hogares, en las escuelas, en las iglesias y en la calle. Las misas, los ángelus, las cuarenta horas, los trisagios, los bautizos, comuniones, confirmaciones, matrimonios y velatorios son testimonios de esa gran fe. Pero tal vez la mayor expresión popular de nuestra religiosidad es la Semana Santa o Semana Mayor. Más que las fiestas Patronales que nuestra ciudad celebra el 12 de diciembre (Día de Nuestra Señora de Guadalupe) dentro de la iglesia y en los alrededores de la plaza y eso porque las festividades del 12 de febrero revisten mayor celebridad. 

Las procesiones en  La Victoria eran de las más famosas de la provincia durante la época colonial. Y durante los siglos posteriores han mantenido su solemnidad y fama, aunque al decir de Belencita Briceño, los  victorianos acompañan las procesiones a regular distancia; “ni cerca, que queme al santo, ni lejos que no lo alumbre” Pero todo no ha sido tan pomposo, también hemos tenido escenas ridículas y heroicas, de las cuales voy a contar solamente dos. La primera ocurrió en tiempos de Pérez Jiménez y todavía están vivos muchos de los personajes del cuento. Resulta, que había llegado a la ciudad un inspector de vehículos muy emprendedor y creativo. El distinguido caballero decidió establecer señalización en nuestras calles y fijar mediante flechado, cuáles callesa eran para subir y cuáles para bajar, así como cuáles iban en sentido este oeste y cuáles oeste este. 

El volumen de carros ya justificaba poner cierto orden y este inspector lo puso. Hasta aquí todo iba bien, hasta que llegó el Viernes Santo. El señor informó a la Sociedad del Santo Sepulcro, que aunque tenían más de tres siglos sacando al Santo en una dirección, ahora tendrían que sacarlo en la contraria, porque si lo sacaban por donde siempre lo habían hecho, se estarían “comiendo la flecha”. Se armó tremendo lío. Los socios del Sepulcro convocaron a las otras sociedades y cofradías y todas se solidarizaron y acudieron al llamado y a la procesión. 

Por supuesto que sacaron al Santo por donde siempre había salido y el inspector molesto por la “falta de respeto” a su autoridad, le entregó al Presidente de la Sociedad, una boleta que tenían que pagar por concepto de multa. Hubo quienes propusieron romperle la boleta en su cara a “tan semejante” estúpido, pero privó el criterio de quienes propusieron pagarla. Efectivamente, la pagaron y se fueron con el recibo para Caracas y después de ver al Obispo, visitaron a “El Nacional”. A los pocos días apareció a toda página una caricatura en la cual aparece el pueblo llevando la urna y al Santo sacando la mano y recibiendo la boleta del inspector. El escándalo y la burla llegó hasta los oídos de Pérez Jiménez quien inmediatamente ordenó su destitución y el nombramiento de otro inspector.

 Para nada, porque al poco tiempo lo premiaron con la Inspectoría  Nacional de Vehículos. No menciono su nombre por respeto y cariño a su hija, mi compañera de estudios en la universidad. Algún socio debe conservar los recortes de prensa. El otro caso había sucedido antes, en tiempos del general Gómez. Vivían en La Victoria los hermanos Cerró de muy grata recordación. Uno de ellos llamado Santos Cerró casó con Cyra Angélica Udis y son los padres de dos sacerdotes; el padre Ángel y el padre Anselmo Cerró, este último muy conocido en la ciudad, cura inteligente, progresista, revolucionario, en permanente actitud cuestionadora ante el boato, el lujo y las pomposidades de las jerarquías. Don Santos era farmaceuta y en su farmacia  atendía en consulta a los pobres y les regalaba las medicinas. 
El otro hermano era el doctor Anselmo Cerró, médico con fama de ser comunista por sus ideas de libertad y por pertenecer al Círculo Literario que dirigía el poeta Rafael Briceño Ortega, que según el gobierno, era una célula comunista. Andaba por todo el pueblo en un Quitrín tirado por una mula. Cada vez que recogían a los sospechosos, apresaban al doctor Cerró pero en seguida lo soltaban porque dentro de los mismos gomecistas había infinidad de personas que atestiguaban en su favor por ser un hombre bueno y generoso. Hoy en día su nombre lo lleva la calle que está detrás del Teatro Ribas. 
Existía entonces la tradición de que el Lunes Santo al pasar la procesión de “Jesús Atado La Columna”, propiedad de la familia Rodríguez Trilla, por el frente de la Policía, soltaban un preso. La policía quedaba en la calle Soublette, al lado de la Casa Amarilla, donde hoy está la Casa de la Mujer “Josefa Palacios de Ribas". Lo que se hacía, era que el fin de semana agarraban a cualquier borrachito, lo llevaban arrestado al calabozo y cuando pasaba la procesión, lo soltaban. 
Entonces el libertado tenía que meterse debajo de la mesa donde llevaban el santo, hasta que llegara a la iglesia, aunque muchos al verse libres, echaban a correr. Una vez, en la segunda década del siglo pasado, habían metido preso al doctor Anselmo Cerró “por comunista” y toda la población esperaba que al pasar la procesión de Jesús Cautivo, lo soltaran. Era tal el cariño y la gratitud de los victorianos, que todo el pueblo se había volcado para celebrar la libertad del querido “médico de los pobres”, quien atendía a todos los que solicitaban su auxilio y también les regalaba las medicinas. 
Llegada la hora, cuando el Santo estaba parado frente a la cárcel, se abrió la puerta y ante la sorpresa de todos, soltaron al borrachito. La indignación fue general, los cargadores se negaron a seguir y el Jefe Civil de la ciudad, de cuyo nombre no quiero ni acordarme, de muy ingrata recordación, ordenó a los socios levantar la mesa bajo amenaza de meterlos a todos en la prisión. Mientras la negativa de los cargadores enfurecía al envalentonado coronel, el pueblo comenzó a gritar que soltaran al doctor Cerró. 
El Jefe Civil le ordenó a otro grupo  de hombres que sustituyeran a los cargadores y ante la amenaza, se metieron debajo de la mesa pero estaba tan pesada que no la pudieron levantar. Cambió varias veces de improvisados cargadores pero no podían levantar la mesa que cada vez se ponía más pesada. El coronel mandó a venir a ochenta soldados de los que estaban en el cuartel que en esa época funcionaba en el Palacio de Campoelías, pero tampoco pudieron. Él mismo se metió y se dio cuenta personalmente de que el Santo “no se quería mover”. 
Entonces, ante el paso de angustiosos minutos, la gritería y su propio convencimiento, ordenó: “Esta bien, que suelten al doctor Cerró”. Una vez en la calle, entre aplausos y vítores, el doctor Cerró se metió humildemente debajo de la Procesión y entonces las mujeres de La Victoria, -sí, las mujeres- rodearon la mesa y con una sola mano levantaron la procesión y siguieron su marcha.

  Pasado un tiempo, el Jefe Civil se hizo amigo del eminente ciudadano y me contaba León Gustavo Richard, que cuando en 1922 murió el doctor Cerró, el cura de La Victoria no quiso abrirle las puertas de la iglesia ni administrarle los oficios religiosos porque “era masón y comunista”. Entonces el temido Jefe Civil con su fuete, le cayó a fuetazos al portón del templo gritando: “Abran Carajo, que llevamos a enterrar a un hombre justo; abran o tumbamos la puerta”. 
Y por supuesto, el aterrorizado cura (quien llegó a ser Arzobispo) abrió el portón que  la comunidad amenazaba con derribar  y ofició una misa de cuerpo presente. Al comenzar mañana la Semana Santa, vale la pena acercarse a la Catedral, compartir la fe del pueblo y observar cómo en nuestra ciudad cada Santo ha tenido sus dueños,  su cofradía, sus cargadores y sobre todo, sus historias.

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