Entre nosotros los hombres comunes y corrientes, los
únicos dioses verdaderos que existen, son los fotógrafos, porque ellos nos conceden la inmortalidad que antes, nos ofrecían los dioses del Olimpo.
Con sus máquinas de capturar imágenes, los fotógrafos
perpetúan un breve instante de la vida, y a partir de esa imagen, con un poco de magia o de imaginación,
podemos reconstruir la vida entera del personaje, de su entorno y de la época.
Una fotografía tomada con la cámara; no un retrato. Porque ni el mejor de los
rostros salido del pincel del mejor de los pintores, podrá decirnos tanto de
alguien, como nos lo diría la peor de sus fotografías.
Ni “El Quijote”, ni las “Nueve Sinfonías” de Beethoven,
ni todas las pinturas de El Greco, ni las cartas de Bolívar, ni “La Victoria de Samotracia”,
ni las grabaciones de la voz de Enrico
Caruso, podrán jamás revelarnos mejor, la verdadera personalidad de sus
autores, como lo hubiera hecho una simple fotografía.
Conocemos mejor el rostro de Páez que el de Bolívar,
porque al Libertador lo pintaron los pintores,
mientras que a Páez lo retrataron los fotógrafos.
Para escribir esta nota he apelado al album familiar y juntado, a mi bisabuela de cuatro años de
edad (hace siglo y medio); a mi abuela
de dos años (hace más de un siglo), a mi
madre de tres años (hace 75), a mi hermana de cuatro (hace medio siglo), a mi
hija de cinco (hace tres años) y a mi nieto de seis (actual). Seis generaciones
que vivieron en tiempos distantes a lo largo de siglo y pico, regalándome
simultáneamente sonrisas y miradas curiosas, desde sus tiernas infancias, gracias a fotógrafos que en seis instantes
diferentes, le “sacaron retratos”.
Ningún diálogo más esclarecedor ni más comprometedor, que
el que establece un hombre con sus antepasados “cara a cara”. Cuando abrimos un
álbum, los rostros se salen del retrato, nos hablan, señalan el camino, nos
inspiran ternuras, nos reclaman el compromiso de honrar sus memorias, y se
vuelven a quedar inmóviles dentro de sus marcos de eternidad, hasta que
nuevamente nosotros, o nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos, nos
enfrentemos nuevamente a la mirada congelada en el tiempo y los invitemos a
reanudar el diálogo.
Y lo mismo que con las personas, pasa con las ciudades.
Antes las ciudades duraban más que los hombres; hoy en
cambio, los hombres duramos más que las ciudades. Nacíamos, crecíamos y
moríamos en la misma ciudad que nos había visto nacer. Hoy, muy pronto
comprendemos que el barrio, la cuadra, el entorno urbano que nos vio nacer, ha
desaparecido y en su lugar hay uno diferente. Para una misma generación, el lar
nativo puede conservarse en ese refugio
transitorio que es la memoria, pero ya para la segunda generación, no hay
recuerdos ni bastan los relatos; es necesario acudir a la fotografía.
Hasta los sueños son más sueños cuando los inspira una
fotografía. Muchos hemos estado frente a la estampa clásica victoriana de la Casa Amarilla y la Iglesia Matriz.
Hemos empujado con la imaginación el portón entreabierto, andado sus viejos
corredores y subido por la escalera de caracol hasta la ventana que da a la
plaza para contemplar los tejados desde lo alto. O atravesado el umbral del
Teatro Ribas en una añeja foto de Pancho Villasana o cantado serenatas a la la
luz de la luna, al pie de la ventana de esa antigua casona señorial de nuestros
sueños, donde todos, alguna vez, tuvimos una novia.
Y es que ni las mejores páginas de los historiadores, ni
todos los libros juntos, podrán revelarnos
tanta verdad, como nos la revela
una sola fotografía.
La histórica ciudad de La Victoria de finales del
siglo XIX y del ya lejano siglo XX, sería inimaginable para nosotros, si no
hubieran andado por sus soleadas calles de tierra, por sus plaza, por sus opulentos salones, cámara
en ristre, concediéndole la inmortalidad a los rostros y a los viejos muros
cargados de gloria, ese par de enviados de los dioses llamados Luis Fernando
Wittmer y Eduardo Carrillo “Carrillito”. Nadie podría siquiera imaginar cómo
era nuestra ciudad a finales del siglo XIX o principios del XX, a no ser por el
registro fotográfico que nos dejó Luís Fernando Wittmer y nadie podría siquiera
imaginar el esplendor de la vida social del siglo xx, a no ser por el registro
fotográfico que reposa en los albumes familiares de La Victoria, inmortalizados
por el lente de “Carrillito”. El caso de Ollarves es diferente porque deja
escuela. No es un fotógrafo solitario sino que encabeza a un enjambre de
noveles fotógrafos que aprenden de su sabia orientación, no las primeras letras
sino los primeros enfoques.
Y mucho de los que los victorianos del futuro sabrán del
entorno urbano que sirvió de escenario, de campo de batallas, de sitio de
trabajo, de hábitat y de valle de lágrimas a sus antepasados -que somos
nosotros-, se lo deberán a ese enjambre de perpetuadores de la vida, quienes como Miguel Ruíz Martín,
Manuel Castelaín, Walter Amed Boscán,
capitaneados por Rómulo Ollarves, salen a cazar “hoyes” que ya mañana serán
“ayeres”, para que nuestros descendientes los recreen y revivan con la magia de la imaginación.
Atrapados para siempre en esos pedacitos de papel y de
cartón, nuestros rostros, nuestras calles, nuestros muros, “no morirán jamás”, porque habrán alcanzado
la inmortalidad que hoy nos conceden esos verdaderos dioses del Olimpo, que son los fotógrafos.
felicidades prof. Fleitas es usted un hombre digno de admiración por su gran conocimiento y facilidad de expresión para enseñar.Vaya para usted mis respetos y admiracion!!!
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