DISCURSO EN LA ACADEMIA VENEZOLANA DE LA LENGUA
“ELRECLAMO”
o “DE CÓMO UN JOVEN NOVELISTA
LLANERO, SE ATREVIÓ A CAMBIAR CON
SU IMAGINACIÓN, EL ROSTRO DE CARACAS”.
(Palabras leídas por
Germán Fleitas Núñez en la Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente de
la Real Academia Española, el lunes 29 de octubre del 2012, con motivo de su
incorporación como Miembro Correspondiente por el estado Aragua).
Señoras y Señores:
Doy las gracias a los
ilustres académicos por permitirme venir a la mesa de trabajo de esta primigenia y más
que centenaria corporación, la más útil
y la más duradera de las creaciones del
Ilustre Americano. Aun cuando con nada podré compensar el honor recibido y la
felicidad que nos produce a mí y a mi familia, me permito ratificar mi deseo de
cumplir bien y fielmente las misiones que se sirva encomendarme nuestro
director o la institución y ayudar a vincular a mi estado y mi ciudad con esta
academia. Doy las gracias al Señor Director, al Señor Secretario a quien me unen
una admiración y una amistad heredada de casi doscientos años y a los Señores Individuos
de Número.
Me resultó difícil
seleccionar un tema para compartirlo en estas primeras palabras, porque vengo de una ciudad conocida por ser cuna de ilustres próceres y
escenario de hazañas guerreras, pero donde no se pelea todos los días. La Victoria ha sido propicia para el
cultivo de la tierra, de la amistad, de los valores, de las bellas letras, de
la música y de todas las demás
capacidades creadoras del pueblo.
Por sus calles polvorientas de comienzos de siglo pasado anduvieron
simultáneamente hombres de paz y de
trabajo, poetas, historiadores,
ensayistas, periodistas, cuentistas, prosistas, entre quienes, Sergio Medina,
Rafael Briceño Ortega, Sebastián Díaz Peña, Gonzalo Carnevalli, Ángel Raúl
Villasana, Federico Brito Figueroa y Luís Pastori.
Para un victoriano de
mi generación, el tema obligado debe ser
la presencia en esta Academia, del más universal de los aragüeños del
siglo XX, su Decano y ex Director, el poeta Luís Pastori; victoriano
impenitente honra permanentemente del
gentilicio; mientras más universal más
victoriano, siempre parece estar dentro
de los linderos parroquiales, como si no hubiera podido salirse jamás. Gracias
a él, todos nuestros escritores y poetas están vivos en sus obras y
especialmente en este sagrado recinto. Es seguro que desde 1968, desde el 8 de octubre de 1968
día de su incorporación, en estos
44 años, desde este salón, alguna vez se
ha visto ascender hacia los cielos a la “niña ingrávida” de Gonzalo Carnevalli
y junto a estas crujientes maderas, en la voz del propio poeta Pastori, han cantado las “Cigarras del
Trópico” de Sergio Medina.
Aparte de la deuda de
gratitud que todos los aragüeños tenemos contraída con el poeta por haber
enaltecido permanentemente el
gentilicio, la mía es mayor porque es deuda de gratitud; he recibido sus
demostraciones de afecto reforzadas por antiguas relaciones familiares, que van
desde haberme dado mi primer empleo como ascensorista en el Banco Central de
Venezuela hace más de medio siglo, haberme apoyado cuando aspiraba a ser el
primer alcalde de la ciudad y él dijo a la prensa que mi candidatura era “un préstamo que la cultura le hacía a la
política”, frase que me catapultó, hasta haber firmado mi postulación para
estar hoy aquí. “Debo y pagaré”; debo y pagaré, como nos enseñaba nuestro sabio maestro de
Derecho Mercantil en la U. C. V. el ilustre profesor doctor René de Sola.
Actualmente
preparamos un trabajo titulado “Luís Pastori, victoriano”, que revisa y escudriña su actividad juvenil,
como gran promotor cultural del pueblo natal, como poeta, músico, bolerista del
conjunto “Ayarí”, cantante de tangos, deportista, fundador de periódicos empresario taurino, empresario teatral con la
célebre compañía “Spaguetti” y actor de teatro. Él fue el primer actor en las
comedias del Teatro Ribas, juntamente con primeras actrices entre ellas mi
madre. En todos los tiempos de la ciudad está su huella, desde llevar al Trío
Matamoros y la Orquesta Casino de la Playa y a grandes figuras del toreo al
Nuevo Circo de Gonzalo Gómez, hasta
llevarnos en 1960 a Pablo Neruda y como ministro de la cultura, restaurar los
monumentos históricos nacionales “Casa de Mariño”, “El Parque de La Estación y
La histórica Catedral en cuyo destartalado techo había nacido un árbol. En su
último día ministerial se presentó con una estatua de Simón Bolívar porque
consideraba injusto que en la ciudad
natal del coronel Juan Vicente de Bolívar y Ponte, no hubiera una Plaza Bolívar
ni una estatua de su ilustre hijo.
En estas primeras
palabras recordaré a un joven
novelista frustrado, desestimulado y
olvidado, campesino, llanero, guariqueño, nativo del pueblo de la Humildad y
Paciencia de Camaguán, situado en el centro de la llanura, al lado de los
esteros, a un costado del río La Portuguesa, quien a sus 22 años se atrevió -con su imaginación- a cambiarle el rostro a
Caracas.
No soy llanero pero
soy agradecido y es mucho lo que le debo a la llanura.
Crecí oyendo hablar del llano
con cariño y con respeto. Mi padre era un poeta llanero y toda su poesía, sus
pensamientos y sus conversaciones, tenían como tema central a la inmensa llanura
y a su gente.
Conocí a distinguidos llaneros. Muchos de ellos tenían silla propia en
esta mesa. Recuerdo a don Pedro Sotillo, a don Pedro Díaz Seijas, al gran poeta
Alberto Arvelo Torrealba, a don Mariano Hurtado Rondón, verdadero autor de
“María Laya”; al Maestro Juan Briceño Zapata, el hombre que “le daba al cuatro
con una muñeca rara”; al poeta Sánchez Olivo; a José Antonio de Armas Chitty, a
don Luís Barrios Cruz. A mi profesor don Luís Loreto, a José León Tapia, a
Ernesto Luís Rodríguez, a mi querido
maestro Virgilio Tosta; a mi abuela
paterna, la calaboceña Susana Beroes Peralta de Fleitas Fleitas; a doña
Margarita Rojas de Fleitas Beroes, al pariente José de Jesús Loreto Loreto y a mi padrino Julio De Armas Mirabal. Con la
venia de Ustedes, intentaré desde este Santuario de las Letras, saldar una
partecita de esa deuda.
En 1935, el recién creado Ateneo de Caracas, para celebrar el cuarto
aniversario de su fundación, convocó un concurso literario, cuyas bases y
condiciones fueron publicadas en la prensa nacional. Se trataba de una novela
de tema libre con un máximo de 160 páginas, escrito a máquina a doble espacio.
Se premiaría a la mejor y todos los concursantes recibirían un diploma de
participación. Entre los concursantes,
estuvo un joven aspirante a novelista, de 22 años, estudiante de 5° año de
derecho en la Universidad Central de Venezuela, nativo del entonces lejanísimo
pueblo de Camaguán.
Su novela se llamaba “El Reclamo”,
tenía 146 páginas y fue enviada con el pseudónimo “Estudiante”. En la
plica iba la identificación: Autor: Pedro Fleitas, Profesión: estudiante y el
nombre de la Pensión donde estaba residenciado.
Era una novela
futurista, optimista, bien organizada y
bien estructurada, escrita en buen castellano, dividida en tres partes llamadas
“Lucha”, “Trabajo” y “Rumbo”, cada una
de ellas subdividida en siete capítulos.
Muy acertadas descripciones, buenas narraciones. El autor logra un buen
diseño de cada personaje y de su perfil
psicológico y va narrando en tercera persona, todo lo que va pasando. A diferencia de la narrativa actual, si
llueve, el autor dice que está lloviendo, pero “no hace llover”. El lector
percibe la lluvia pero el agua no le moja los pies.
Los personajes son
pocos, bien definidos, pocos diálogos pero los necesarios, hermosas
descripciones del paisaje caraqueño, del centro, de los alrededores, del cerro,
de los pueblos aledaños a los que -a semejanza de los ríos- llama “tributarios que afluyen hacia la capital”. Hombre de tierra llana, era un apasionado
admirador de “El Ávila”; ya viejo decía
que era tan bella nuestra montaña, que parecía un gigantesco cuadro de Manuel
Cabré.
El argumento es sencillo y lineal: se trata de un joven caraqueño de
familia pudiente que viaja por dos años a Europa y Estados Unidos y ante la
novedad del viejo mundo, sueña con la transformación de su ciudad natal, a la
que a falta de mejores argumentos para su defensa, esgrime siempre que “es la
cuna de Bolívar, de Miranda, de Bello y del 19 de abril.”
A su regreso, como suele suceder, ya es otro, lleno de ideas y de
proyectos. El reencuentro con La Guaira y con Caracas es duro. La Guaira desde
el barco, de noche, parece un nacimiento decembrino, pero cuando amanece, la
realidad choca con su sensibilidad.
Remonta la carretera serpenteante y al final evoca a Pérez Bonalde: “Caracas,
ahí está”. Sus mismos techos rojos pero
como que cada vez más pegados del suelo;
su misma blanca torre, sus mismas azules lomas, sus mismas “bandadas de
tímidas palomas” pero que no hacen llenar de lágrimas sus ojos sino de una
mezcla de ternura con rabia y de esperanza con alegría.
Reincorporado a su actividad normal se entrega a proyectar a la nueva
ciudad que -según él- está pidiendo paso para emerger. Dice cosas extrañas,
como esta: “si se escucha a Caracas en
forma horizontal, invita al repaso histórico, pero si se la escucha en forma
vertical, se ve una incontenible ambición de mejora”. Plantea que hay que
escucharla y es lo que hace; ella es la que dice, es la que pide, es la que
reclama. Y ese reclamo se vuelca en un
Proyecto de reformas que incluye (el autor escribe en 1934) la demolición de 28
manzanas en el centro (7 X 4); la construcción de una gran Avenida llamada
Avenida Simón Bolívar, que una a la ciudad antigua con el Este; La construcción
de una nueva Universidad que saque a la Universidad Central de Venezuela de
este venerable pero ya estrecho edificio que hoy nos alberga; la construcción
de una moderna avenida que una a Catia con La Guaira que se llamará la Calle
del Mar; dos grandes avenidas paralelas a la Bolívar que se llamarán Calle del
Comercio y Calle del Pueblo; un gran Monumento al Libertador en el comienzo de
la Avenida Bolívar; un aeródromo, dos avenidas (él las llama calles) que lleven
a Catia y Antímano, la profundización del calado del Puerto de La Guaira,
creación de nuevos muelles; y un camino de la montaña que comunique a Caracas
con el litoral; la construcción de teatros y hoteles y sitios de recreo y
esparcimiento.
El personaje en la novela se vale del apoyo de la prensa, publica su
proyecto, surge un nutritivo debate (muy técnico), el gobierno respalda la
idea, lo contrata para que se él mismo quien lo dirija, se hacen las expropiaciones, demoliciones y
construcciones y se desemboca en grandes inauguraciones y todo es felicidad en
el país.
Era como si se vislumbrara una ciudad futura que siempre había sido la
bella “Odalisca”
de Pérez Bonalde, “rendida a los pies del
Sultán enamorado”, pero bella “odalisca rendida, con el sueño liviano”, que podía despertar de
un momento a otro, como en efecto sucedió diez años después.
Cuando se lee la novela, echando a volar un poco la imaginación, se
presiente entre sus páginas, al general Medina Angarita, “pico en mano”, dando
el primer golpe para derribar el viejo barrio de “El Silencio”, lo cual ocurrió
diez años después, o firmando los
decretos de expropiación de la “Hacienda Ibarra” para construir la “Ciudad
Universitaria” o al doctor Villanueva dibujando los planos; a Tomás Sanabria
proyectando el “Hotel Humboldt” o al general Pérez Jiménez inaugurándolo, o a
don Juan Bernardo Arismendi y don Luís Roche urbanizando unos remotísimos
chiribitales que pretendían vender a
medio el metro cuadrado.
Como el amor se atraviesa en todas partes, desde el segundo capítulo,
paralelo al argumento central, coexiste pacíficamente una novela rosa
(cursilona), tan del gusto de la época, especialmente para quienes
apaciguábamos los temporales de nuestros corazones leyendo novelitas de Corín
Tellado, folletones de a dos bolívares o novelas radiales, “jirones de amor y
de dolor arrancados de la vida misma”, cuya máxima expresión fue y sigue siendo
“El Derecho de Nacer” obra cumbre de Félix B. Caignet. Resulta que Enrique
Delgar, el proyectista soñador, a quien para resumir al mínimo y no detenernos
en detalles, llamaremos “El Muchacho”, se enamora de Lourdes Tejano “La Muchacha”. Ella no corresponde a sus
requiebros porque está interesada en Jorge Larray, “El Malo” porque se vale de artimañas y
tramposerías para descalificar al muchacho y a su proyecto, pero al final, todo
se descubre, todos se dan cuenta de la verdad,
especialmente “La Muchacha”, quien se enamora de “El Muchacho” y aun
cuando la novela no lo dice, yo me permito imaginar que se casaron, tuvieron
hijos, vivieron muchos años y fueron muy felices. Como tenía que ser.
El Jurado Calificador estuvo integrado por el gran poeta Andrés Eloy
Blanco quien lo presidió, don Enrique Bernardo N ú ñ ez futuro Primer Cronista Oficial de
Caracas y de Venezuela y hoy Patrono de los Cronistas, don Rafael Angarita Arvelo Individuo de
Número de esta Academia, doña Ada Pérez Guevara y don Augusto Mijares Individuo
de Número de esta Academia y de la Academia Nacional de la Historia y futuro
Ministro de Educación.
Llegado el día de la premiación, todos los participantes recibieron su
Premio o su diploma, menos “El Reclamo”, porque no solamente no ganó y ni
siquiera quedó en último lugar, sino que se perdió. Sencillamente se perdió.
Y aquí empieza la novela de “la novela” o el reclamo de “El Reclamo”.
La búsqueda comenzó
en los escritorios y archivadores del propio Ateneo y de allí pasó a las
bibliotecas de los miembros del jurado No apareció en la lista ni estaba en
ninguna gaveta, en ningún estante. Muchos de los miembros del jurado dicen
haberla leído pero no saben que se hizo. El único directivo que negó haber
leído la novela fue el Dr. José Nucete Sardi, quien llegó a ser Secretario
General del Ateneo y Vicepresidente de su Junta Directiva y luego, Individuo de Número de la Academia Nacional de
la Historia. Tuve el honor de conocerlo con motivo de una investigación que yo
hacía sobre el arribo de su biografiado general Miranda a Ocumare de la Costa
en 1806 y doy fe de su cordialidad y gentileza; cuando le pregunté por “El
Reclamo”, me dijo que había pasado mucho tiempo, que recordaba vagamente
haberla leído, pero que no sabía qué se había hecho.
Como “golpe dado no tiene desquite”, el fracasado novelista se olvidó
del asunto y empeñó sus esfuerzos hacia otros rumbos; era joven, culminó sus
estudios y se graduó de abogado y doctor en Ciencias Políticas en la U. C. V. en 1936, ejerció su profesión
con gran decoro y dignidad, se casó con dama distinguida y procrearon honorable familia, fue Juez, Presidente del Colegio de Abogados
y de la Corte Suprema de su estado natal, escribió un Prontuario de Legislación
del Trabajo y otros textos jurídicos,
fue docente, y murió a avanzada edad rodeado del cariño y del respeto de
todos. El año pasado se cumplieron cien años de su nacimiento.
Y hasta ahí hubiera llegado el asunto a no ser porque en 1938 se crea
la Dirección de Urbanismo del Distrito Federal y al año siguiente publica un
“Plan de Urbanismo de Caracas”, que es una copia al carbón de la novela “El
Reclamo”. El Plan contempla: la demolición de 28 manzanas (7X4) en el centro
(“El Silencio” construido 10 años después); la construcción de una gran avenida
llamada Avenida Bolívar, que una a la ciudad antigua con el Este; la
construcción de una nueva Universidad en las afueras de Caracas, la construcción de una moderna avenida que
una a Catia con La Guaira que se llamará la Calle del Mar (construida 20 años
después con el nombre de Autopista Caracas La Guaira); dos grandes avenidas
paralelas a la Bolívar que hoy se llaman Avenida México y Avenida Lecuna, un gran Monumento al Libertador en el
comienzo de la Avenida Bolívar; reformas y mejoras del Puerto de La Guaira,
creación de nuevos muelles; y un camino de la montaña que comunique Caracas con
el litoral (Construido por el gobierno del general Pérez Jiménez como
Teleférico del Ávila) y la construcción de teatros, hoteles y demás sitios de recreo y
esparcimiento. Párrafo por párrafo; todo lo que planteaba la novela estaba en
el plan y en el plan no había absolutamente nada que no estuviera en la novela.
La Comisión Consultiva del Plan de Urbanismo estuvo integrada por Edgar
Pardo Stolk, Carlos Raúl Villanueva, Carlos Guinand, Enrique García Maldonado y
Gustavo Wallis todos ellos gente decente y honesta, de inmaculada trayectoria
en cuya mesa de reuniones fue apareciendo punto por punto el contenido del
plan. Se atribuyó igualmente la autoría a un grupo extranjero de muy alto nivel
integrado por Prost, Rotival, Lambert, Wegnestein, por lo cual también fue denominado el
Proyecto como Plan Rotival, aun cuando
la comisión al referirse a este equipo, apenas dijo en su informe que “han
rendido una labor eficiente”. Miembro del alto gobierno y gobernador del
Distrito Federal en esos tiempos fue el Dr. Diego Nucete Sardi mencionado hasta
como posible Presidente de la República en los días previos a la Revolución de
Octubre de 1945.
La novela había sido leída por muchos intelectuales, familiares y
amigos. Fue escrita a mano pero para concursar era necesario mecanografiarla y
como no era tiempo de fotocopiadoras ni de digitalizaciones, salieron cuatro
copias, una de ellas casi ilegible, que era lo que daba una buena máquina de
escribir con papel carbón.
Entre quienes la leyeron, el autor recordaba al poeta Andrés Eloy Blanco y los demás miembros del
Jurado, doña María Luisa Escobar, doña Mercedes Carvajal de Arocha (Lucila
Palacios), Agustín, Aurelio, Pedro y Juan Beroes, Héctor Alcalá Vásquez, Héctor
y Humberto Cuenca sus parientes, don Carlos Felice Cardot, don Joaquín Gabaldón
Márquez, don Luís Beltrán Guerrero ilustre miembro de esta academia y de la de
la historia, don Oscar García Velutini,
Juan Acosta Bello, Manuel
Rodríguez Cárdenas, Alejandro y Manuel Graterol Roque, José Fabiani Ruiz, Felipe Massiani, Juan Francisco Reyes Baena,
Ernesto Silva Tellería, Carlos Tinoco Rodil y don Luís Villalba Villalba.
Las copias habían sido leídas porque el autor tenía nexos de amistad o
de familiaridad con muchos hombres de letras de entonces. La humildad propia de
la gente del interior era entonces una virtud y él era humilde y discreto, pero
no era lo que hoy en día llamamos ser un “campuruzo”.
Su madre era la única hembra de siete hermanos; los seis varones eran
todos doctores de la universidad sin haber salido nunca del pueblo de Calabozo
y todos habían escrito libros. El mayor era un médico compañero de pupitre, de
grado y entrañable amigo de Francisco Lazo Martí, quien le dedicó varios poemas
y una copia de la Silva Criolla, fue diputado y senador, escribió libros y
murió asesinado en San Fernando de Apure en 1917; El segundo, Aurelio Beroes,
ingeniero, construyó la carretera trasandina, el Puente Internacional Simón
Bolívar y escribió libros; los restantes fueron abogados, jueces, senadores de
la República, autores de libros de poesía y de derecho, y el mayor de ellos,
don Agustín Beroes, fue simultáneamente
Presidente de la Alta Corte Federal y de Casación, Presidente del Colegio de Abogados de
Caracas y Gran Maestro de la Gran Logia de Venezuela. Dos de sus primos
hermanos, huérfanos de padre y hermanos de crianza fueron Pedro Beroes,
entonces director del diario Últimas Noticias, luego Director de la Escuela de
Letras de la U. C. V. y Juan Beroes,
ganador en 1947 del Premio Nacional de Literatura. Su madre no estudió porque
era mujer y eso no se usaba antes y menos en el
llano.
En la magnífica obra “Linajes Calaboceños”, el pariente José de Jesús
Loreto Loreto no los incluye. Cuando mi padre y yo le hicimos el cariñoso
reclamo nos dijo: “Parientes: ustedes son dos hombres inteligentes y sé que me
van a entender y a perdonar; ellos fueron los únicos calaboceños que en una
sola generación dieron siete doctores, pero no los podía meter en el libro,
porque eran negros”. Lo entendimos y lo
perdonamos.
En vista de lo sucedido se solicita entonces oficialmente al Ateneo una
explicación y en atenta respuesta suscrita por doña Anna Julia Rojas, su
Presidenta, se informa que “…previa una minuciosa investigación el Libro de
Actas y en los archivos de este Ateneo (…) no se ha logrado ningún dato
referente a ese Concurso ni al Jurado del mismo ni nada que pueda permitir
contestar a su solicitud…”
El 12 de febrero de 1991, cuando ejercía la Alcaldía de La Victoria,
tuve el honor de invitar a pronunciar el Discurso de Orden en la Plaza Ribas
con motivo del Día Nacional de la Juventud, a doña María Teresa Castillo, primera mujer que ocupaba esa Tribuna en más
de 176 años. En los pocos raticos en que la marejada de estudiantes que la
rodeó entusiasta, me permitió hablar con ella, le pregunté y me respondió:
“Todos esos archivos se los llevó un secretario”. Pronuncié un nombre y con
la elegancia de las grandes damas sonrió y me dijo: “No te lo puedo decir
porque murió hace 20 años”.
Por su parte el Presidente del Jurado, el gran poeta Andrés Eloy Blanco
suscribió lo siguiente:
“TESTIMONIO.
A petición del Dr. Pedro Fleitas emito la presente
constancia: recuerdo como miembro que fui del jurado designado al efecto, que entre
las obras que ingresaron
al Concurso de Novela promovido por el Ateneo de Caracas
para el año 1935, estuvo el trabajo
titulado “El Reclamo” cuyo
contenido desarrollaba un tema
futurista sobre
construcciones en Caracas y La Guaira. Caracas 10 de septiembre de
1944. (Fdo.)
Andrés Eloy Blanco.”
Pasados ya 77 años del Concurso,
“viveza criolla” aparte, cabe
preguntarse: ¿Fue una novela cuasi profética?, ¿Tuvo algún valor literario?,
¿Hubo plagio de ideas?, ¿Fue una novela urbana?, ¿por qué la recuerdo? ¿Qué o a quien pretendo rendirle
homenaje?
No creo en profecías y menos en las que se refieren al futuro; ignoro
si la novela merece ser recordada por su valor literario, que no se si tiene
alguno ni soy la persona idónea para saberlo; ni por ser una de las primeras
novelas urbanas de Venezuela, porque
tampoco estoy seguro de que lo sea; ni por si pudo haber sido plagiada, porque
me cuesta creerlo ya que propone construcciones que estaban “de anteojito” y a
cualquiera se le habrían podido ocurrir años después, especialmente a los
mejores ingenieros y urbanistas de Venezuela y del Mundo.
Don Adolfo Rodríguez Rodríguez, miembro de esta Academia y estudioso de
la llaneridad, cuya erudición es un faro, me dijo un día que “El Reclamo” podía
ser una de las primeras novelas guariqueñas y una de las primeras novelas
urbanas. De lo primero no me cupo duda pero de lo segundo sí, porque en mi
ignorancia sobre el tema, pensaba que no podía haber novelas urbanas
simplemente porque en nuestro país no había ciudades. Venezuela era un inmenso
campo. Nuestros monarcas crearon ciudades más por el honor del rimbombante
nombre que por su condición verdadera; cuando en mi estado Aragua se crea la
única ciudad colonial, San Sebastián de los Reyes, con derecho a tener Cabildo,
Divisa, Escudo de Armas y las demás prerrogativas propias de su condición, la
nueva ciudad, (según lo afirma su biógrafo Lucas Guillermo Castillo Lara) tiene
apenas catorce casas. Esta realidad se me reveló claramente hace medio siglo
cuando era archivero del Tribunal Segundo
Civil e invité a conocer mi pueblo de La
Victoria y a mi abuela, a una venerable abogada llamada doña Blanquita Medina
de Luongo Cabello, quien a sus casi ochenta años ejercía su profesión e iba
todos los días a los tribunales. Después de agradecer mi invitación me dijo:
“Trae a tu abuela que yo la recibiré encantada, pero no me invites más; no voy
a ir, porque para mí, de Venezuela, Caracas y del interior Chacao”. Me sacudió
pero tenía razón, desde Caracas se veía todo un inmenso campo; Barquisimeto, Mérida
la ciudad de los caballeros, La Villa de
San Carlos de Austria, la Nueva Valencia del Rey, la Villa de Todos los Santos
de Calabozo, todo era campo, todo era “monte y culebra”. Y la propia Caracas lo
era también. La vida de Caracas en el
siglo XIX y a principios del XX, era cuasi campestre. Muchos de los grandes
señores caraqueños, lo eran en relación
con sus campos y haciendas. Los Bolívar eran el “Ingenio de San Mateo”, los Xerez de Aristeguieta eran
“El Palmar” y “Trapichito”, los Tovar eran por el norte las haciendas de cacao
de la costa del mar; por el sur los hatos llaneros con sus esclavitudes y
ganados, por el naciente las haciendas de cacao de Barlovento y por el poniente
las haciendas del valle de Aragua y de la nueva Valencia del Rey; los Palacios
eran “La Fundación”, “El Valle de Chirgua” y “Cariaprima”. Los Mixares de
Solórzano eran las haciendas de El Consejo. Era la nobleza criolla, la
aristocracia territorial, agraciados y
ennoblecidos por la majestad del Rey de
España, gracias a sus servicios a la corona y a sus propios merecimientos, pero
fundamentalmente a las almendras que sacaban
de sus fincas; sus títulos nobiliarios tenían un origen campesino, los
llamaban “los grandes cacaos”. Sus opulentas mansiones eran una prolongación de
sus haciendas. Cuando contemplamos con miradas de hoy, viejas fotografías de
Caracas y sus habitantes nos damos cuenta de que Caracas era “un pueblote” y
los caraqueños unos pueblerinos. Ahora bien, si no había ciudades, no podía
haber novela urbana. Pero desde otro
punto de vista podría decirse que esta si era novela urbana porque cuando fue
escrita ya Caracas “reclamaba” su condición de ciudad y como tal, no era el
escenario donde interactuaban los protagonistas sino que la ciudad era la
protagonista.
Mientras los pueblos se mantuvieron del mismo tamaño durante cuatro
siglos, fueron y siguen siendo materia de estudio para los historiadores, los
antropólogos y los arqueólogos, pero no para los novelistas.
El doctor Uslar escribió sobre el campo que éramos y alguna vez, se arriesgó a escribir sobre una ciudad a la
que llamó “de nadie”, pero esa “ciudad de nadie”, era Nueva York.
Hubiéramos tenido ciudades si los tiempos históricos no nos
sorprenden cambiados. Cuando a finales
del siglo XIX hacía falta una mano férrea que nos metiera en cintura y acabara con las guerras civiles, apareció
un autócrata civilizador que pretendió modernizar a un país tan pobre que solo
le producía buen dinero a él y a su entorno; y cuando brotó la riqueza
petrolera, en lugar de un modernizador progresista, apareció la mano férrea que
no dejó que nuestros pueblos se convirtieran en ciudades. A la Caracas de
comienzos del siglo XX entre el petróleo y Guzmán Blanco la hubieran convertido
en una gran ciudad pero el general Gómez le quiso conceder ese honor solamente a
Maracay. Caracas siguió siendo un pueblote. Por cierto que siempre se dijo que
el Benemérito había manejado a Venezuela como una gran hacienda, su hija doña Cristina Gómez Núñez de Cáceres
de Martínez Ruí me decía: “Es verdad, porque eso era Venezuela, una gran
hacienda y además -añadía con mucha gracia- a mucha honra, porque los mejores
administradores han sido siempre los hacendados”.
Cuando Mamá Blanca le entregó
sus “Memorias” a Teresa le dijo: “Me dolía tanto que mis muertos se volvieran a
morir conmigo, que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí; este es el
retrato de mi memoria, lo dejo entre tus manos”. Eso es todo; me dolía tanto
que este muerto se volviera a morir conmigo que se me ocurrió la idea de
recordarlo aquí, con la esperanza de que 30 minutos de palabras dichas en este
santuario de la palabra, puedan mitigar 77 años de silencio y de olvido.
Es muy difícil
profetizar el pasado y decir qué hubiera sucedido si no sucede lo que sucedió. Tal vez si la novela no se
pierde, no hubiera ganado y hoy nadie la recordaría como tampoco recuerda el
nombre de la ganadora ni el de su autor;
pero a consecuencia de su extravío hoy brilla por su ausencia, para desagraviar
a un desconocido aspirante a novelista, reconocer su atrevimiento y recordar su audacia. Por
ese solo mérito; por haberse atrevido.
Mientras Gonzalo
Picón Febres, ciudadano de la ciudad de los caballeros, nos embelesaba con la
perfumada sombra de los bucares y apamates en sus cafetales de la montaña;
mientras Teresa de la Parra nos llevaba de la mano de Mamá Blanca, a conocer la
vida en su hacienda; mientras el maestro don Rómulo Gallegos nos hacía volar
por sobre el soberbio Orinoco para adentrarnos en la intrincada y misteriosa selva
de Guayana o nos ofrecía su inmensa llanura, “toda horizontes como la esperanza
y toda caminos como la voluntad”, él se atrevió. Mientras los grandes escritores caraqueños escribían las novelas del campo venezolano, él, siendo un
modesto pichón de novelista, campesino, llanero, guariqueño, de Camaguán, se
atrevió a escribirle una novela a Caracas.
HE DICHO.
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