LA
BOTICA DEL CAMPO.
Durante
todo el siglo XVIII hay hospitales regentados por la iglesia, pero según el
informe de los obispos, el pueblo prefiere consultar a brujos, curanderos,
hechiceros, facultos, componedores, sobadores, curiosos, practicantes y otros
doctores. La medicina la provee la botica del campo”; yerbas, ramas, raíces,
tallos, resinas que brotaban de los árboles, tierra pantanosa, arcilla, toda la
variada farmacología de la flora y la
fauna que servía para preparar guarapos, pócimas, unciones, papeletas, que se combinaban con oraciones y actos de fe
que con unos buenos ramazos bien cruzados,
devolvían la salud perdida. Y no se crea que eran solamente los doctores
espontáneos, los analfabetas, quienes utilizaban los remedios de la “botica del
campo”. Por los periódicos del siglo XIX sabemos que frecuentemente venían
circos, fotógrafos, magos y médicos itinerantes que hacían giras. Llegaban a
casas particulares o pensiones y hacían consultas domiciliarias. Cuando el
sabio Lisandro Alvarado venía, en los periódicos de la ciudad se anunciaba su
consulta a partir del lunes en la pensión de Mrtinón (hoy Casa de Mariño) o en la de La Hoyada
donde solía hospedarse. Pero él llegaba el viernes en la tarde y se dedicaba a
recorrer todos los caminos que rodeaban al pueblo. Pie del Cerro, Suata, La
Chapa, La Mora, La Curia, lo veían pasar. En la consulta recetaba gratuitamente
a los pacientes pobres y a los caballos que era una de sus grandes pasiones y
les prescribía así: “Váyase por el camino tal o cual, y al pasar la quebrada
tal, en un árbol grueso o en una matica de flores rojas, o en una hierba, tome
las flores o las ramas o la corteza y
hágase un guarapo o prepárese una
infusión”. Así recetaba.
Don Federico Briceño
contaba que lo conoció en una circunstancia divertida. Llegó de su hacienda “El
Socorro” a la posada de “La Hoyada” y
vio a un hombre que estaba bañando a un caballo. Cuando él desmontó del
suyo el hombre se le acercó y le dijo:
“Este es el caballo más bello que he
visto, pero está muy descuidado; hay que bañarlo, espulgarlo y afeitarle las
crines. Si quiere se lo baño”. ¿Cuánto me va a cobrar? “Barato, dos bolívares”.
“Convenido”. Don Federico le entregó
las riendas del caballo y pasó a sentarse en la larga mesa del comedor junto
con varios amigos, Al rato llegó el hombre y le dijo: “Ahora sí quedó como debe
estar siempre; me siento feliz, voy a almorzar”. Cuando la dueña de la pensión
le preguntó: “Qué quiere comer el doctor?, don Federico se sorprendió, entró a
la cocina y preguntó por la identidad
del desconocido. Al enterarse de que era el sabio Lisandro Alvarado, lleno de
vergüenza se deshizo en justificaciones, explicaciones y disculpas que el sabio aceptó diciéndole:
“Usted me ha proporcionado un momento de dicha al permitirme servirle a ese
caballo tan hermoso”. Se hicieron amigos
para toda la vida. Pero contaba don Federico que al terminar el almuerzo, él se
despidió de los comensales y de su nuevo amigo y se retiró, pero cuando ya alcanzaba la puerta, el sabio doctor
Alvarado lo llamó en voz alta: “Don Federico”, “Don Federico”; y al detenerse y
voltear, lo vio que venía hacia él con la mano extendida y le recordó: “Los dos
bolívares”.
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