Mis
dos primeros pleitos
A
la memoria de la señorita Lucrecia Flores y de Don Augusto Zapata
Germán Fleitas Núñez
Cronista de la Ciudad de La Victoria
Gané mis dos primeros pleitos en mi pueblo querido
de El Consejo, antes de cumplir los diez años; uno contra el cura y otro contra
el bodeguero. Murieron hace años, pero
han seguido viviendo en mi memoria, rodeados de cariño y allí perdurarán hasta
mi último día. Hace muchísimo tiempo, todas
las semanas nos reuníamos los niños del pueblo (hoy todos setentones), a
recibir las lecciones de catecismo que nos impartía la señorita Lucrecia
Flores, hija de don Bibiano y hermana de
Rafael “El Guardia”. Pagábamos un bolívar mensual y recibíamos en la voz de la
señorita Lucrecia, el regalo de un Dios infinitamente bueno, omnipotente, que
estaba en todas partes vigilando nuestros pasos, velando nuestros sueños y
salvándonos del peligro, con sus diez mandamientos, sus virtudes teologales, bellas oraciones que nos permitían
comunicarnos directamente con él y sobre todo, la promesa de un cielo a donde
iríamos después de nuestro paso por este valle de lágrimas, a reunirnos con los
seres queridos que se hubieran ido antes que nosotros, para juntos, ser felices
por toda la eternidad.
La voz de la señorita Lucrecia era suave, persuasiva
y siempre nos decía que su felicidad sería ver más adelante, como todos sus pupilos llegábamos a ser
buenos cristianos.
Un día se le ocurrió al cura dizque para
estimularnos, repartir entre nosotros, un ticket por cada clase a la cual
asistiéramos, con el ofrecimiento de que al reunir doce de esas cartulinitas
con su firma y el sello de la parroquia,
los podríamos cambiar en la casa parroquial por un par de patines
Winchester de Segunda y al reunir veinte tikets, por un par de Winchester de Primera.
Al correrse la voz, de quince alumnos que éramos,
pasamos a ser cuarenta. Pero resultó, que el segundo día de clase, al terminar la
lección, nos fuimos todos a la Casa Parroquial, le entregamos al Cura cincuentidós cartoncitos y le pedimos que nos
entregara dos pares de patines de primera y uno de segunda. El padre se negó y nos
alegó que apenas iban dos clases por lo que
nadie podía tener más de dos tickets y que los patines eran para cuando
cada uno reuniera los doce o los veinte. Me tocó contestar que eso no estaba en
las condiciones y que nosotros habíamos unido nuestros cartoncitos con la idea
de que los patines fueran propiedad de todos y nos los prestáramos por
turno. Ante la respuesta negativa del
padre, le barrajé sus cartoncitos contra
el suelo y le dije que no iríamos más a la
iglesia. Lo dejamos con la palabra en la boca y a la semana siguiente, al llegar
la hora de la clase de catecismo, a la hora indicada, la iglesia estaba vacía.
En el portón del frente estaba parada la señorita Lucrecia invitándonos a pasar;
pero nosotros, que estábamos todos en la plaza, acordamos
acercárnosle y entregarle el bolívar, para que supiera que el pleito no era con
ella, pero sin entrar. Pasaron dos largas horas, cuando de pronto vimos salir
de la Casa Parroquial al padre, con dos cajas que eran sin duda alguna, de
patines. Nos reunimos en las escalinatas que unen a la iglesia con la plaza, y
el padre nos informó que había decidido eliminar los cartoncitos y que en
cambio nos entregaría al terminar cada clase, un par de patines de primera y
otro de segunda. Intervine para proponer que en lugar de eso, nos entregara
cada dos clases, tres pares de primera y ninguno de segunda. Todos estuvimos de
acuerdo. Después de pensarlo un rato, el padre dijo: “Ante la magnífica defensa
de su abogado, les voy a entregar en cada clase, dos pares de primera y no
habrá ninguno de segunda”. Mis
compañeros aplaudieron y me concedieron el honor de ser el primero en
ponérmelos y así lo hice, pero tratando
de llegar desde el frontis de la iglesia hasta la carretera, me mediomaté. Esa fue
la única vez que me los puse. Años después, cuando crecí, le pedí al cura que
fuera mi padrino de confirmación.
En esa época existía en el pueblo, al lado de la plaza, un enorme negocio
llamado “El Economato” al frente del cual estaban don Augusto Zapata, don Gregorio
Sumoza, don Francisco Salazar y una bellísima dama, alta y elegante, llamada Marina, señora de don
Augusto. Era el negocio más grande y mejor surtido; no era una bodega ni un
abasto ni una pulpería; era un economato. En la pared, detrás de mostrador,
había un cartelito que decía: “Por cada bolívar que circule, un centavo de
ñapa”. La ñapa es (o era) una institución tradicional venezolana que consistía
en darle a quien compraba, una gratificación que podía ser en efectivo, en
chucherías o en unos granitos de maíz o de caraotas, que se iban metiendo en
unos frasquitos con el nombre de quienes hacíamos los mandados y que al final,
se contaban y se cambiaban en metálico o en mercancía.
Yo hacía los mandados en mi casa; mi abuela llamaba
por teléfono a Augusto, le dictaba la lista y le preguntaba cuanto era. Cuando llegaba ya estaba todo el mandado en una
bolsa; pagaba en efectivo y me depositaban la ñapa en mi frasquito. Yo
coleccionaba monedas y Augusto tenía una locha y una puya de 1944, ambas “flor
de cuño”, que ofrecía regalarme cuando “tuviera
fundamento”.
Un día, la cuenta dio exactamente veinte
bolívares; pagué con un billete y Augusto me dio de ñapa veinte centavos, o
sea, un bolívar, pero cuando ya estaba metiendo los granos en el frasco, yo le
dije que faltaba uno. “No falta ninguno, pagaste veinte bolívares y te estoy
dando veinte centavos”. “Pero al
dármelos, está circulando otro bolívar y me debes un centavo”. En ese caso, me
decía Augusto, ese centavo me lo tendrías que dar tu a mí, porque ese bolívar
circuló pero de aquí para allá”. “Eso no lo dice el cartelito, eso lo estás
inventado ahorita”. La discusión se agrió, subimos el tono de las voces, le
menté la madre, le tiré todos los granos al suelo, quebré el frasquito y dejé el mandado. Llegué llorando a mi casa y
detrás de mi venía Augusto con la bolsa y el cuento. Me pelaron por su culpa.
Estuve un tiempo sin hablarle, pero me
sentía mal porque lo quería mucho y él a mí y su hijo Abilio era mi compañero
de pupitre en la antigua Escuela Federal “Juan Uslar” de la Calle Real. Cuando
me encontraba con él nos saludábamos, hasta que un día nos contentamos. “Tú vas
a ser buen abogado; estudia abogacía; que nunca se te ocurra estudiar otra
cosa”. Un día, sentados en el banco de la Plaza Bolívar que está cerca de la
carretera, me confesó: “Tú tenías razón”; pero para ese entonces ya yo había
pensado mucho sobre el asunto y llegué a la conclusión de que Augusto tenía la razón
y así se lo dije. Desde ese día cada vez que nos encontrábamos dedicábamos
algunos minutos a darnos la razón el uno al otro. Con él aprendí que en el
ánimo de luchar por la justicia, hay más
de afectos que de leyes.
Estudié derecho; “nunca se me ocurrió
estudiar otra cosa” y cuando me gradué de abogado, Augusto me hizo un regalo: “Es el más barato
que vas a recibir -me dijo- porque me costó solamente una locha con una puya”.
Hoy en día son las dos estrellas de mi colección.
Augusto Zapata murió hace mucho tiempo y
la señorita Lucrecia también. El Cura, mi padrino de confirmación, se fue hace
muchos años para su país y allá murió. Nunca los olvidé.
Cumplí cuarenticinco años de haberme graduado y dos de mis hijos,
también son abogados. Nunca he perdido ningún pleito y el único que creí haber
perdido, fue “tablas” porque el
contrario siempre me dijo que había ganado yo, aunque en realidad había ganado
él. De lo que si estoy seguro, es de que en la elección de mi profesión, está presente
la influencia de dos pleitos, ocurridos en mi lejana infancia y que tuvieron
como protagonistas, a un cura, una maestra de catecismo, un bodeguero y un niño
grosero, y como escenario, a mi pueblo querido
de El Consejo.
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