27 mar 2014

Mis dos primeros pleitos
A la memoria de la señorita Lucrecia Flores y de Don Augusto Zapata
Germán Fleitas Núñez Cronista de la Ciudad de La Victoria
 
DON AUGUSTO ZAPATA. Foto Colección Heriberto Zapata y Antonia Flores de Zapata
Gané mis dos primeros pleitos en mi pueblo querido de El Consejo, antes de cumplir los diez años; uno contra el cura y otro contra el bodeguero. Murieron hace  años, pero han seguido viviendo en mi memoria, rodeados de cariño y allí perdurarán hasta mi último día. Hace muchísimo  tiempo, todas las semanas nos reuníamos los niños del pueblo (hoy todos setentones), a recibir las lecciones de catecismo que nos impartía la señorita Lucrecia Flores,  hija de don Bibiano y hermana de Rafael “El Guardia”. Pagábamos un bolívar mensual y recibíamos en la voz de la señorita Lucrecia, el regalo de un Dios infinitamente bueno, omnipotente, que estaba en todas partes vigilando nuestros pasos, velando nuestros sueños y salvándonos del peligro, con sus diez mandamientos,  sus virtudes teologales,  bellas oraciones que nos permitían comunicarnos directamente con él y sobre todo, la promesa de un cielo a donde iríamos después de nuestro paso por este valle de lágrimas, a reunirnos con los seres queridos que se hubieran ido antes que nosotros, para juntos, ser felices por toda la eternidad.
La voz de la señorita Lucrecia era suave, persuasiva y siempre nos decía que su felicidad sería ver más adelante,  como todos sus pupilos llegábamos a ser buenos cristianos.
Un día se le ocurrió al cura dizque para estimularnos, repartir entre nosotros, un ticket por cada clase a la cual asistiéramos, con el ofrecimiento de que al reunir doce de esas cartulinitas con su firma y el sello de la parroquia,  los podríamos cambiar en la casa parroquial por un par de patines Winchester de Segunda y al reunir veinte tikets, por un par de Winchester de Primera.
Al correrse la voz, de quince alumnos que éramos, pasamos a ser cuarenta. Pero resultó,  que el segundo día de clase, al terminar la lección, nos fuimos todos a la Casa Parroquial, le entregamos al Cura  cincuentidós cartoncitos y le pedimos que nos entregara dos pares de patines de primera y uno de segunda. El padre se negó y nos alegó que apenas iban dos clases por lo que  nadie podía tener más de dos tickets y que los patines eran para cuando cada uno reuniera los doce o los veinte. Me tocó contestar que eso no estaba en las condiciones y que nosotros habíamos unido nuestros cartoncitos con la idea de que los patines fueran propiedad de todos y nos los prestáramos por turno.  Ante la respuesta negativa del padre,  le barrajé sus cartoncitos contra el suelo  y le dije que no iríamos más a la iglesia. Lo dejamos con la palabra en la boca y a la semana siguiente, al llegar la hora de la clase de catecismo, a la hora indicada, la iglesia estaba vacía. En el portón del frente estaba parada la señorita Lucrecia invitándonos a pasar;  pero nosotros,  que estábamos todos en la plaza, acordamos acercárnosle y entregarle el bolívar, para que supiera que el pleito no era con ella, pero sin entrar. Pasaron dos largas horas, cuando de pronto vimos salir de la Casa Parroquial al padre, con dos cajas que eran sin duda alguna, de patines. Nos reunimos en las escalinatas que unen a la iglesia con la plaza, y el padre nos informó que había decidido eliminar los cartoncitos y que en cambio nos entregaría al terminar cada clase, un par de patines de primera y otro de segunda. Intervine para proponer que en lugar de eso, nos entregara cada dos clases, tres pares de primera y ninguno de segunda. Todos estuvimos de acuerdo. Después de pensarlo un rato, el padre dijo: “Ante la magnífica defensa de su abogado, les voy a entregar en cada clase, dos pares de primera y no habrá ninguno de segunda”.  Mis compañeros aplaudieron y me concedieron el honor de ser el primero en ponérmelos y así lo hice, pero  tratando de llegar desde el frontis de la iglesia hasta la carretera, me mediomaté. Esa fue la única vez que me los puse. Años después, cuando crecí, le pedí al cura que fuera mi padrino de confirmación.
En esa época existía en el pueblo,  al lado de la plaza, un enorme negocio llamado “El Economato” al frente del cual estaban don Augusto Zapata, don Gregorio Sumoza, don Francisco Salazar y una bellísima dama,  alta y elegante, llamada Marina, señora de don Augusto. Era el negocio más grande y mejor surtido; no era una bodega ni un abasto ni una pulpería; era un economato. En la pared, detrás de mostrador, había un cartelito que decía: “Por cada bolívar que circule, un centavo de ñapa”. La ñapa es (o era) una institución tradicional venezolana que consistía en darle a quien compraba, una gratificación que podía ser en efectivo, en chucherías o en unos granitos de maíz o de caraotas, que se iban metiendo en unos frasquitos con el nombre de quienes hacíamos los mandados y que al final, se contaban y se cambiaban en metálico o en mercancía.
Yo hacía los mandados en mi casa; mi abuela llamaba por teléfono a Augusto, le dictaba la lista y le preguntaba cuanto era. Cuando  llegaba ya estaba todo el mandado en una bolsa; pagaba en efectivo y me depositaban la ñapa en mi frasquito. Yo coleccionaba monedas y Augusto tenía una locha y una puya de 1944, ambas “flor de cuño”, que ofrecía regalarme cuando  “tuviera fundamento”.
Un día, la cuenta dio exactamente veinte bolívares; pagué con un billete y Augusto me dio de ñapa veinte centavos, o sea, un bolívar, pero cuando ya estaba metiendo los granos en el frasco, yo le dije que faltaba uno. “No falta ninguno, pagaste veinte bolívares y te estoy dando veinte centavos”.  “Pero al dármelos, está circulando otro bolívar y me debes un centavo”. En ese caso, me decía Augusto, ese centavo me lo tendrías que dar tu a mí, porque ese bolívar circuló pero de aquí para allá”. “Eso no lo dice el cartelito, eso lo estás inventado ahorita”. La discusión se agrió, subimos el tono de las voces, le menté la madre, le tiré todos los granos al suelo, quebré el frasquito  y dejé el mandado. Llegué llorando a mi casa y detrás de mi venía Augusto con la bolsa y el cuento. Me pelaron por su culpa.
Estuve un tiempo sin hablarle, pero me sentía mal porque lo quería mucho y él a mí y su hijo Abilio era mi compañero de pupitre en la antigua Escuela Federal “Juan Uslar” de la Calle Real. Cuando me encontraba con él nos saludábamos, hasta que un día nos contentamos. “Tú vas a ser buen abogado; estudia abogacía; que nunca se te ocurra estudiar otra cosa”. Un día, sentados en el banco de la Plaza Bolívar que está cerca de la carretera, me confesó: “Tú tenías razón”; pero para ese entonces ya yo había pensado mucho sobre el asunto y llegué a la conclusión de que Augusto tenía la razón y así se lo dije. Desde ese día cada vez que nos encontrábamos dedicábamos algunos minutos a darnos la razón el uno al otro. Con él aprendí que en el ánimo de luchar por la justicia,  hay más de afectos que de leyes.
Estudié derecho; “nunca se me ocurrió estudiar otra cosa” y cuando me gradué de abogado,  Augusto me hizo un regalo: “Es el más barato que vas a recibir -me dijo- porque me costó solamente una locha con una puya”. Hoy en día son las dos estrellas de mi colección.
Augusto Zapata murió hace mucho tiempo y la señorita Lucrecia también. El Cura, mi padrino de confirmación, se fue hace muchos años para su país y allá murió. Nunca los olvidé.
Cumplí cuarenticinco  años de haberme graduado y dos de mis hijos, también son abogados. Nunca he perdido ningún pleito y el único que creí haber perdido, fue “tablas”  porque el contrario siempre me dijo que había ganado yo, aunque en realidad había ganado él. De lo que si estoy seguro, es de que en la elección de mi profesión, está presente la influencia de dos pleitos, ocurridos en mi lejana infancia y que tuvieron como protagonistas, a un cura, una maestra de catecismo, un bodeguero y un niño grosero,  y como escenario, a mi pueblo querido de El Consejo.



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